Alejo Carpentier remitió la medalla conmemorativa de la distinción y el monto material de la recompensa del Premio Cervantes en manos de Fidel para lo que fuera necesario en pos del pueblo.
Por: Pedro de la Hoz
El 4 de abril de 1978 un cubano fue investido con el premio literario de mayor rango en la comunidad lingüística iberoamericana, el Cervantes. En Alcalá de Henares, ciudad española situada a unos 30 kilómetros de Madrid, cuna del creador de El Quijote, Alejo Carpentier recibió ese día los atributos de una distinción que enalteció la obra de toda una vida.
Instituido un año antes, el Cervantes inició su trayectoria al premiar al poeta español Jorge Guillén. De ahí que reconocer a Carpentier en la segunda convocatoria significó un rotundo y merecidísimo espaldarazo el escritor, en medio de tantos autores contemporáneos de sobradas calidades.
Memorable discurso de aceptación el suyo, en el que confirmó su cercanía al legado cervantino y valoró la importancia de este en el nacimiento de la novela moderna. «Todo está ya en Cervantes», dijo. Habría que decir que, cuando se repasa la producción narrativa latinoamericana del siglo xx, todo, o casi todo, está en Alejo, que como el español, defendió «la dimensión imaginaria» de la novela –le llamó lo «real maravilloso»–, aun cuando en su cosecha abunden referencias históricas rigurosamente documentadas.
El Carpentier laureado en aquella jornada mostraba una coherencia sin fisuras entre su extraordinaria trayectoria literaria y su conciencia social.
Era, como recordó mucho después Roberto Fernández Retamar, al inaugurar en Casa de las Américas en 2004 el Congreso Internacional dedicado al centenario del autor de El siglo de las luces, un escritor «nada neutral, que una y otra vez abrazó causas justas; sufrió en su juventud prisión política por combatir un régimen tiránico en Cuba; defendió a la agredida República Española; combatió en sus artículos al nazismo; se identificó plenamente con la Revolución Cubana, que lo movió a regresar a su Patria y ponerse a disposición suya; fue testigo directo y denunciante de la guerra monstruosa que Estados Unidos le infligió a Vietnam; murió en su puesto, como un soldado de la guerra de su tiempo».
No sorprendió entonces que apenas ocho días después de que llegara a sus manos el premio, en mensaje fechado el 12 de abril y dirigido a Fidel, remitiera la medalla conmemorativa de la distinción y el monto material de la recompensa, «para que de él haga el uso que tenga por más conveniente». El Estado cubano financió las reproducciones que poblaron las galerías de Arte Universal abiertas en varios puntos del país. En Camagüey esa institución se ha convertido en uno de los núcleos de la vida cultural de la ciudad.
Ante el gesto de Carpentier, un verdadero premio para todos los cubanos, el líder de la Revolución respondió: «Muchas condecoraciones pueden caber en el pecho de un hombre. Pero cuando un hombre siente que no puede existir verdadera grandeza si está separada de la obra colectiva a la que pertenece, como usted lo manifiesta ahora, se hace digno de la más alta y valiosa de todas: la de la admiración, el cariño y el respeto de su pueblo».
En los tiempos que corren, una buena manera de reciprocar la entrega del escritor, y honrar su huella permanente, transita por continuar promoviendo la lectura de sus textos, particularmente sus relatos y novelas. ¡Cuánto crecerían los nuevos lectores cubanos de esta época si se sumergieran en las páginas de El reino de este mundo o El siglo de las luces, o en la delirantemente divertida Concierto barroco!
Tomado de Granma