Por Graziella Pogolotti
En los días del Congreso, el narrador cubano ofreció una conferencia medular, publicada luego en Tientos y diferencias. Ha sido abordada superficialmente por tirios y troyanos, vista casi siempre como mera resonancia del “comprometimiento del escritor” formulado por Jean-Paul Sartre. Lector omnívoro, atento en particular a los acontecimientos de Francia, donde permaneció por tanto tiempo, Carpentier conocía al detalle el desarrollo de la obra del autor de La Náusea y de A puertas cerradas. Sin embargo, en uno y otro caso, la definición resultaba congruente con situaciones históricas específicas.
Más cercana a los atisbos costumbristas, Simone de Beauvoir describe con detalle, en Los mandarines, la atmósfera intelectual al término de la Segunda Guerra Mundial y los dilemas de los intelectuales que, por razones de la conciencia, no podían permanecer indiferentes ante los hechos de la vida pública cuando, concluida la guerra, con su trágico saldo de destrucción, muerte y barbarie, amenazaba una nueva contienda entre los Estados Unidos y la URSS. Francia, otrora potencia hegemónica, dueña de un imperio que se extendía a través de América, Asia y África, quedaba relegada a un papel periférico. Sin embargo, la amenaza de una conflagración mundial no había desaparecido, con el agravante de que las dos potencias triunfadoras disponían de la mortífera bomba atómica y competían por adueñarse del espacio. El paseo mortífero de la perrita Laika en torno al planeta apuntaba hacia la dimensión extraterrestre de este peligro. Sin renunciar a la necesidad de participar, los personajes de Los Mandarines se debaten en hacerlo como free-lancers, conservando su independencia de miras o colocarse al servicio de una militancia política. Como se sabe, Sartre asumió la política como jinete solitario. Profundamente antiimperialista, apoyó la Revolución cubana, discrepó en ocasiones de las posturas adoptadas por la Unión Soviética y se distanció del Partido Comunista Francés al considerar que ante la guerra de Argelia y con los emigrantes de África del Norte, buscadores de trabajo en la metrópoli y devenidos obreros de las fábricas de automóviles, la conducta asumida por las poderosas centrales sindicales bajo su control no respondía a los irrenunciables principios del internacionalismo socialista.
Por la novedad de las ideas y las circunstancias del momento, con Los mandarines y El segundo sexo, Simone de Beauvoir estrenó una brillante carrera literaria. Poco dotada para la narrativa, los textos conservan hoy un valor testimonial, útil para descifrar la textura de una época.
Visto desde la perspectiva del acá, el discurso de Carpentier en el Congreso de la UNEAC sintetiza una reflexión de muchos años que remonta sus matrices originales a los días previos a la conformación del grupo minorista. Libre de retórica y de doctrinarismo, recorre el proceso histórico desde la etapa que sucedió a la Guerra de Independencia. La polémica entre Andrés Bello y Sarmiento apunta hacia dos vías divergentes. El primero se centra en la autonomía del oficio literario, mientras el segundo, aunque errara en su contraposición entre civilización y barbarie, aboga en favor del compromiso. La polémica se justifica ente las demandas de países abocados a la construcción de lo propio.
Una etapa de repliegue se produjo, según Carpentier, con la generación del novecientos. Algunos escritores alcanzaron gran popularidad, como el muy leído Vargas Vila, pero no tuvieron a menos ponerse al servicio de gobiernos corruptos y hasta dictatoriales, Dolorosamente conscientes del dominio creciente del imperialismo, entregados a su menester literario, lo aceptaron como destino fatal, aunque Rubén Darío no contuvo su ira contra la prepotencia de Teddy Roosevelt. Correspondió a la generación del veinte, la suya, la de la primera vanguardia, unirse en un mismo gesto, manteniendo la fidelidad al arte, la renovación de los lenguajes artísticos y la toma de posesión ante los desafíos en lo cultural, lo político y lo económico imponía el rescate del sueño bolivariano.
En cierto modo, las palabras de Carpentier expresaban la maduración de un pensamiento que apuntó desde la polémica sostenida con la Gaceta de Madrid acerca del Meridiano de América. Regresaba al concepto de la balcanización de nuestros países en los que se habían ido confeccionado historias nacionales específicas, prescindiendo de los nexos esenciales que las interrelacionaban más allá de la lengua española dominante. Con asomo de futuridad inclusiva, se atrevía a abarcar el portugués del Brasil y los numerosos idiomas que matizaban el Caribe, contando también con el creole y el papiamento. A principios de los sesenta, autor ya de El reino de este mundo, cuando daba los toques finales a El siglo de las luces, Carpentier había recorrido, a partir de su viaje germinal a Haití, buena parte de las Antillas, tan asequibles desde la costa venezolana.
El nexo profundo entre las culturas del mundo de acá no habría de encontrarse delimitado tan solo a las lenguas, las creencias y los saberes que nos trajeron. De ellos no renegamos, como tampoco lo hizo José Martí. La raíz de nuestra unidad se reconoce en la común violencia impuesta por el coloniaje y el neocoloniaje. Como lo había demostrado en la práctica con la organización de los Festivales de Música en Caracas, había que romper barreras, establecer productivos intercambios mutuos, respaldar poderosas editoriales que, siguiendo la tradición del Fondo de Cultura Económica de México lograran romper fronteras artificialmente impuestas.
Había que plantar la mirada sobre el planeta desde este lado del Atlántico, descubrir nuestros auténticos valores sin encerrarnos en un asilamiento provinciano, Eran los tiempos en que el martiniqués Frantz Fanon había echado su suerte con los combatientes argelinos. Con sus escasos recursos, Cuba intentó emprender tarea de gigantes. Casa de las Américas creó una de las mejores colecciones dedicadas a la literatura de Nuestra América, se abrió a la música –la más clásica y la más contestataria–, al teatro más experimental, a la plástica más renovadora. Convocó concursos en todas esas direcciones y no tardó en acoger en ese ámbito a la literatura caribeña y a las obras procedentes de Brasil.
Mientras tanto, en su condición de director de la Editorial Nacional de Cuba, Alejo Carpentier se apropiaba del legado clásico de la humanidad. Atenido cada cual a los contextos que les eran propios, Sartre y Carpentier retomaban el concepto del compromiso del escritor. El tema no era nuevo. En el período de entreguerras se había abierto el debate acerca de “la trahison des clercs”. Ante la impotencia de los invidentes, se precipitó la Segunda Guerra Mundial. Llegado el armisticio, con la existencia del arma atómica, pendía un peligro aún mayor. Lo bordeamos con la “crisis de octubre” en 1962. Ahora, el horizonte se oscurece todavía más, mientras la presencia de los intelectuales, aferrados al bienhechor arropamiento de la Academia sumergido por el poder creciente de los medios, se invisibiliza cada vez más. Es el momento de evocar, en favor de Nuestra América, las palabras de Carpentier en el Congreso de la UNEAC.
(Continuará)
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