Por Graziella Pogolotti
El año 1961 fue definitorio en la historia de nuestra Revolución. Se iniciaba con la ruptura de relaciones diplomáticas con Cuba por parte de los Estados Unidos, preludio evidente de la agresión armada que se venía preparando de tiempo atrás, unida a las represalias económicas que se habían estado tomando desde la proclamación de la Reforma Agraria. A cada una de ellas contestó el país con respuestas en términos de sucesivas nacionalizaciones que incluyeron empresas petroleras negadas a refinar el petróleo que hubo de traerse de la URSS –a menos de retroceder a la era de las cavernas–, los bancos y los centrales azucareros. De hecho, los bienes fundamentales que sustentaban la economía habían pasado a manos del país.
La ruptura de relaciones entre ambos países aceleró mi salida de Nueva York, donde concluía mi convalecencia al cabo de varias operaciones. Desde la llegada al aeropuerto, el paisaje me impresionó. Estábamos en pie de guerra. Las piezas de artillería se mostraban por todas partes en mi recorrido por la Calzada de Rancho Boyeros, acompañada de protectores sacos de arena. El Hotel Nacional era un fortín y jóvenes milicianos, armados con las recién estrenadas metralletas checas, custodiaban las azoteas de los edificios altos. El bombardeo del aeropuerto de Columbia, sorpresivo, sin que mediara declaración de guerra alguna, falsamente divulgado como señal de fractura interna de las Fuerzas Armadas –mentira desmentida con prolija documentación y con la bien conocida capacidad de riposte del Canciller Raúl Roa en las Naciones Unidas ante un avergonzado Dean Acheson– anunció que el ataque había comenzado. En la despedida de las víctimas, Fidel declaró que esta era una revolución de los humildes, por los humildes, definición de un socialismo de raigambre martiana.
Derrotado el invasor, era indispensable fortalecer el consenso en torno al proyecto socialista. En el proceso de conquista y consolidación del poder bajo la dirección del Movimiento 26 de Julio, habían concurrido distintas fuerzas y diferentes tradiciones políticas, agrupadas en lo esencial en torno al Directorio Estudiantil y al Partido Socialista Popular, coincidentes todas en la proyección antiimperialista, en la defensa de la soberanía nacional y en el rescate de los derechos conculcados de la nación.
Sin embargo, a la hora de asumir el socialismo según el modelo de la Unión Soviética, se manifestaban algunas reservas. El informe al XX Congreso del PCUS denunció, tras la púdica denominación del “culto a la personalidad” algunas deformaciones introducidas por el estalinismo. En Cuba se fortalecía la preocupación respecto a que el llamado “realismo socialista” se convirtiera en doctrina oficial de obligatorio cumplimiento. Se produjo una confrontación entre los intelectuales agrupados en torno a Carlos Franqui y el semanario Lunes de Revolución y los vinculados en la práctica al ICAIC y al Consejo Nacional de Cultura. De hecho, Franqui dirigía el órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, con multitudinario alcance nacional y había obtenido un espacio propio en la televisión cubana. El ICAIC, por su parte, controlaba la producción y distribución del cine. Con esas atribuciones, prohibió temporalmente la presentación en la pantalla grande del documental PM, producido con el auspicio de la Revolución y trasmitido previamente por la televisión. La noticia provocó revuelo, al presuponer algunos que empezaban a manifestarse algunas prácticas de censura. Realizado con medios artesanales y técnica inspirada en el free-cinema, PM mostraba imágenes de la vida nocturna habanera en los bares populares situados en Regla y en los alrededores de la Playa de Marianao. La negativa del ICAIC respondió al criterio de considerar poco pertinente la divulgación de las imágenes de despreocupado jolgorio poco congruentes con los días en que, ante la amenaza inminente de invasión, todos habían vivido bajo las armas. El incidente revelaba subyacentes discrepancias más profundas. Así se produjeron las jornadas de intenso debate con los más altos dirigentes de la Revolución entre ellos Dorticós, Carlos Rafael Rodríguez, Edith García Buchaca, secretaria del Consejo Nacional de Cultura, y Alfredo Guevara, presidente del ICAIC. Pronunciado a modo de clausura, el discurso de Fidel, respuesta implícita a muchas preguntas, se conoce con el título de Palabras a los intelectuales. Para saldar la unidad, el próximo paso sería la constitución de la UNEAC, ámbito de convergencia de generaciones y tendencias.
Presidida por Nicolás Guillén, respetado por todos dado el valor indiscutible de su poesía y teniendo en cuenta su trayectoria, la dirección de la UNEAC reunió a figuras igualmente reconocidas como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Raquel Revuelta y los jóvenes Roberto Fernández Retamar y Lisandro Otero. Desde el primer momento, impulsó su propia editorial con un catálogo de autores cubanos de notoria calidad. Rescatarlo hoy ofrecería la medida del rigor en la selección, diseñada en sus inicios por Fayad Jamís, en la que se producía un diálogo fecundo entre los consagrados y los emergentes. Incluyó el rescate de obras dispersas entre las que vale la penar recordar la Órbita dedicada a la Revista de Avance, a cargo de Martí Casanovas, uno de sus fundadores, expulsado de Cuba por el dictador Machado, quien lo involucró en la denominada “conspiración comunista”. Aparecieron las revistas Unión y la Gaceta de Cuba, homenaje implícito a la efímera del Caribe, auspiciada otrora por el Partido Socialista Popular, muerta tempranamente por insolvencia. Con los altibajos inevitables, debidos en parte a las inconsecuencias respecto a la aplicación de las políticas culturales, tanto la editorial como las revistas han sobrevivido hasta hoy.
No conviene, sin embargo, romper el hilo de Ariadna que nos conduce a través del laberinto de la historia cultural de Cuba. Interesa sobre todo seguir los pasos de Alejo Carpentier, involucrado en ella, como nunca antes, desde su regreso definitivo a La Habana.
(Continuará)
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