Por Graziella Pogolotti
Junto a colegas de otros países, el economista Regino Boti regresaba de un viaje. Al perder altura el avión en las proximidades del aeropuerto de Rancho Boyeros, sus compañeros, de distinta orientación ideológica, comentaron con respeto: “ustedes están construyendo un país”. Ese llamado fue la convocatoria que hizo que muchos abandonaran otras ambiciones y se entregaran de lleno a una tarea de servicio. En lo personal, recuerdo el vuelo que me trajo de Madrid a La Habana, repleto de pasajeros, en el que compartí con Fayad Jamís una carga de libros, nuestros únicos bienes. Desde Nueva York estaba a punto de emprender viaje otro poeta, Pablo Armando Fernández. Antes de desembarcar, descubríamos una Habana distinta. Los barbudos, muchos de ellos con los cabellos recogidos a modo de cola de caballo, montaban una guardia informal. Nos acogían sonrientes. La capital se pintaba de alegres colores. Algo después, con la promulgación de la Reforma Agracia, la Avenida de Rancho Boyeros se llenaba de tractores, cubiertos de una profusa vegetación.
Al cabo de tanta lucha y de tanta sangre derramada, teníamos la oportunidad de hacer un país. No pedíamos dádivas. Aspirábamos a encontrar un sitio en el que olvidados de las normas de la jornada laboral, podríamos dar cauce a nuestros saberes y seguir aprendiendo en la práctica concreta de una Revolución que daba sus primeros pasos. Con ese sueño largamente postergado desde los días del minorismo, devenido luego “clan disperso”, llegó también Alejo. En lo material, no tenía más opción que buscar un trabajo tal como había ocurrido en su primera juventud.
Casado con Lilia Esteban, a la que muchos íntimos llamaban en broma marquesa en alusión a un título nobiliario para ella irrelevante que, por lo demás, nunca quiso reclamar, Carpentier tenía que sostener a los suyos, esposa, madre y suegra incluidas. Víctimas quizás de especulaciones financieras mal encaminadas, la fortuna de los Esteban-Hierro pasó del boato a la quiebra. Funcionario de la corona, el abuelo edificó en Matanzas el hermoso teatro que, en su origen, ostentó el nombre de la familia, conocido ahora como Sauto. De aquella fortuna nada quedaba, apenas una casa en el reparto La Sierra. Proporcionaba un modesto alquiler, pronto desaparecido con la promulgación de la ley de Reforma Urbana.
Por primera vez, Andrea Hortensia Esteban Hierro, a la que todos siempre llamaron Lilia, tuvo que trabajar. La escritora Mirta Aguirre le ofreció el control de la limpieza de la antigua residencia de Sarrá, donde ahora se albergaba el Consejo Nacional de Cultura. Luego, se hizo cargo de supervisar los modales de los niños dotados de vocación y talento artístico para el ballet, recogidos antaño en la Casa de Beneficencia, aunque algunos de ellos, con apellido propio, pudieran descartar el Valdés legado por el fundador de la institución. Más tarde, por iniciativa de la ceramista Marta Arjona, se le confió la administración de la Galería de La Habana, la de más alta jerarquía en la capital, antesala de la consagración definitiva en el espacio del Museo Nacional.
Poco se pensaba, en la euforia de entonces, en los pesos y centavos, sobre todo a partir del momento en que la función regulatoria de la libreta de abastecimientos distribuía con equidad los alimentos disponibles y un sentimiento igualitarista.
Mientras tanto, estimulado por la voluntad de hacer un país, Carpentier no cesaba de trabajar. Retomó el periodismo en El Mundo y en Revolución, así como en la Nueva Revista Cubana y, más tarde en la de la Casa de las Américas, donde dio a conocer también adelantos de algunos de sus textos en proceso. Con la institución fundada por Haydée Santamaría, los vínculos fueron estrechos desde el primer momento. Su colaboración fue muy activa en la formulación de las bases del concurso literario que ha ido dejando huellas en la historia de las letras de Nuestra América hasta extender posteriormente su presencia al Caribe y a Brasil. Al prestigio de la Revolución se añadió el de la obra del propio escritor para integrar, en el primer jurado, el quehacer de figuras de rango indiscutible que incluían, junto al autor de Los pasos perdidos, al emergente Carlos Fuentes, ambos ganadores, en su momento, del Premio Cervantes. Figuraban además Miguel Ángel Asturias, Roger Caillois, Miguel Otero Silva y Jorge Mañach entre otros. Por su trayectoria y por su regreso a Cuba portando las publicaciones del Primer Festival, Carpentier se comprometió, casi de inmediato, con la asesoría y el desarrollo del mundo editorial a punto de nacer en nuestro país.
Para los escritores, afirmaría algo después, habían terminado los tiempos de la soledad. Sabido es que, a pesar de disponer de una base industrial adecuada, según los adelantos tecnológicos de la época, las publicaciones nacionales se circunscribían, con propósito comercial, a la edición de una asaz abundante cantidad de libros de textos que, en algunos casos, además de cubrir la demanda del país, se exportaban a la América Central. La más poderosa, Cultural S. A., había sido fundada por uno de los más pintorescos personajes que, llegados de España en alpargatas para “hacer la América”. En extremo ahorrativo y con las ganancias obtenidas mediante el préstamo al garrote, logró formar una fortuna valorada en millones de dólares. José López Rodríguez, más conocido por Pote, mostraba su efigie con bigotes a lo káiser en la portada de los blocs de papel para escolares vendidos en su librería La moderna poesía. Llegó a acumular la propiedad del Banco de España, del central España –actual España republicana– del mini-rascacielos López Serrano en El Vedado. Al producirse el derrumbe de los precios del azúcar en el mercado mundial con el fin de la primera guerra mundial, como muchas instituciones financieras similares, el Banco de España quebró, con la consiguiente ruina de millares de pequeños ahorristas de origen peninsular. Sin embargo, el magnate logró preservar el resto de su fortuna, estimada entonces en diez millones de dólares. Por razones misteriosas nunca aclaradas, envueltas en un tejido de leyendas que no descartan un posible asesinato, se suicidó. A la munificencia de su yerno, que permaneció en la Isla hasta su muerte después del triunfo de la Revolución, debe el patrimonio del país una valiosa colección de arte de la antigüedad que, al decir de expertos, no tiene parigual en América Latina. Algunas editoriales menores, como la muy respetable Lex, dedicada a obras sobre derecho, completaban el panorama. En ese contexto, los adictos a la lectura disponían tan solo de los libros importados de México y la Argentina por los libreros instalados en las habaneras calles Obispo y O’Reilly.
Carentes de editoriales y de mecenazgo estatal, los escritores no tenían más alternativa que ahorrar unos pocos centavos para encargar la impresión, en tiradas muy limitadas, de sus obras. Dejaban unos pocos ejemplares con consignación a libreros que nada promovían, distribuían los restantes entre amigos y periodistas, a fin de obtener alguna probable reseña. Sus nombres, aun los de más alta estatura, permanecían desconocidos en el panorama latinoamericano. Verdadero “huracán sobre el Caribe”, de acuerdo con la metáfora de Jean-Paul Sartre, la Revolución modificó sustancialmente la situación.
La progresiva radicalización del proceso determinó el conflicto entre periodistas y patronos. Dieron lugar a la nacionalización Excélsior y El País. Ante los trabajadores tipográficos amenazados de pérdida de empleo, Fidel Castro planteó en 1960 que los talleres se dedicarían a la impresión de libros. Poco tiempo faltaba para que la salida al exilio de los dueños del Diario de la Marina, del Diario Nacional, de El Mundo, de Información, entre los más conocidos, acrecentara la indispensable base industrial tipográfica. Buena parte de las publicaciones se destinarían al sistema de enseñanza, en plena expansión. Quedaba disponibilidad suficiente para difundir la literatura nacional e internacional.
La Imprenta Nacional volcó parte de su producción a autores soviéticos seguidores del realismo socialista que abordaban la temática bélica, muy demandada cuando, en un país amenazado, se organizaban las Milicias Nacionales Revolucionarias. Concedió amplio espacio a los clásicos de todos los tiempos. A la improvisación del primer momento sucedió la necesidad de encaminar un trabajo más profesional. La institución cambió de nombre. Se convirtió en Editorial Nacional de Cuba. Alejo Carpentier fue su primer director. Su experiencia laboral en este ámbito databa de su primerísima juventud, cuando tuvo que dominar todos los componentes del oficio. Conocía y disfrutaba los secretos del arte tipográfico. Valoraba el papel del diseño gráfico que, en los sesenta del pasado siglo, alcanzaba en Cuba un crecimiento cualitativo sin precedentes, aplicado al libro, a la cartelística y a las vallas publicitarias. Su tarea de escritor lo conducía a reconocer el papel del editor, oficio que hacía entonces su entrada en el ambiente cultural cubano. A su entender, las grandes tiradas clásicas debían contar con el complemento de un prólogo y de una cronología que lo situara en su contexto histórico y cultural. Anónimas, algunas de esas notas introductorias son de su autoría. Puede reconocerse su mano en la introducción a Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, a La montaña mágica de Thomas Mann y a Caballería Roja de Isaak Bábel. Quizá un investigador acucioso pueda descubrir algunas otras.
A tan apremiante actividad laboral, se añadía la intensidad sin precedentes de la vida cultural, el peregrinar de intelectuales llegados de todas partes del mundo, los viajes, la participación en el actuar político de un escritor comprometido, el reencuentro con los amigos de ayer y el anudarse de nuevas relaciones, junto al trabajo secreto que implicaban los toques finales de El siglo de las luces y de sus clásicos ensayos de Tientos y diferencias.
(Continuará)
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