Por Graziella Pogolotti
Al regresar a La Habana, Carpentier era portador de un proyecto editorial de grandes dimensiones. En lo esencial, constituía una continuidad respecto al sueño de valerse de fórmulas culturales para romper la balcanización que fragmentaba la unidad de nuestras naciones e interfería el intercambio creador entre las manifestaciones específicas de cada una de ellas. En el plano de las artes y las letras, se remitía al viejo proyecto bolivariano socavado después de la primera independencia por los intereses mezquinos de los políticos locales y por los que comenzaban a proyectarse desde el Norte. Los concursos de música convocados desde Venezuela en los años 1954 y 1956 demostraron la factibilidad de la empresa, siempre que se dispusiera de los recursos, la capacidad de convocatoria y la audacia necesarios.
Con la experiencia adquirida en el mundo de la publicidad, con mentalidad de gran empresario, Carpentier comprendió la importancia de utilizar esos medios al servicio de la difusión, circulación y popularización de las letras de nuestra América. Unióse a la iniciativa del peruano Manuel Scorza. Las grandes tiradas de los modestos libros de bolsillo favorecían la rápida acogida por parte de un público marginado del acceso a bienes hasta entonces inaccesibles con la consiguiente recuperación inmediata de la inversión inicial. La publicación de cada título superaba los doscientos cincuenta mil ejemplares. Scorza había publicado exitosamente en Perú, Ecuador y Colombia series dedicadas en lo fundamental a autores de los países respectivos y que había denominado Festival del Libro Latinoamericano.
Según relata Ambrisio Fornet en su ensayo Carpentier editor, Scorza se había dirigido a Carpentier para solicitar permiso para una amplia tirada de El reino de este mundo. Sorprendido el cubano por la magnitud de una empresa sin antecedentes en América Latina, se estableció un intercambio que acentuó la cercanía cuando Scorza solicitó su ayuda para designar al responsable de la serie venezolana. La propuesta habría de recaer en Juan Liscano, mientras Carpentier se ocuparía de la colección dedicada a Cuba. Eran las vísperas de la dictadura de Batista. Concebida con profundo conocimiento de la cultura nacional y clara conciencia de las necesidades básicas de sus destinatarios, el criterio que modeló la primera colección de diez títulos –al cabo llegarían a convertirse en tres series– es impecable y conserva vigencia total al término de más de medio siglo.
Dos tomos se consagraron a José Martí. No faltaron tampoco Cecilia Valdés, una antología de cuentos a cargo de Salvador Bueno y una de poesía elaborada por Cintio Vitier, El pensamiento vivo de Varona, de Félix Lizaso, las Tradiciones cubanas de Álvaro de la Iglesia, El gallo en el espejo de Enrique Labrador Ruiz, una selección de poemas de Nicolás Guillén y El reino de este mundo, de Alejo Carpentier.
La muestra es suficientemente exhaustiva para no encarar el recuento detallado de las dos colecciones que llegaron a publicarse. No faltaron antologías de poetas románticos cubanos, Las impuras de Miguel de Carrión, y Pedro Blanco, el negrero de Lino Novás Calvo, novela que conquistaría más tarde un amplísimo reconocimiento en las letras hispanas.
Los libros se vendían en paquetes de a diez, rodeados de una faja. Producidos con recursos modestos, se distinguían por el diseño y se ofrecían al módico precio de treinta centavos. Respaldados por una eficaz campaña publicitaria, salieron del coto cerrado de las librerías. Los demandantes se aglomeraban en las esquinas más céntricas de la ciudad y en pocos días llegaron a las manos de centenares de miles de lectores potenciales.
Muy orondo, Carpentier había desembarcado en la Biblioteca Nacional con su cargamento de libros. Amigo de la directora, María Teresa Freyre de Andrade, desde la estancia de ambos en París, donde compartieron tareas en la lucha contra la tiranía de Machado, le solicitó albergue para tan preciado tesoro. El sótano de la institución devino almacén transitorio.
Entregado a esos menesteres, Alejo recorría diariamente los salones de la biblioteca. Disfrutaba a plenitud el goce de redescubrir su ciudad. En una ocasión me reprochó con cierta acritud que yo estuviera desvalijando las librerías de La Habana con la intención de comprar libros para llenar las inmensas lagunas existentes en nuestra venerable institución. Respondí con cierta arrogancia que allí estarían a la disposición de todos, de los estudiantes y de los nuevos lectores que se acercaban al mundo del conocimiento y de la literatura.
El asedio económico comenzaba a hacerse sentir en la Isla. En esas circunstancias, naufragó el ambicioso proyecto editorial de los festivales. Cuba tuvo que reducir la exportación de divisas. Según cuenta Fornet, Scorza no logró recuperar el capital invertido. La embajada de su país decidió tramitar una denuncia contra el gobierno cubano. El poeta obtuvo una entrevista con el Che, quien, con la transparencia que lo caracterizaba, le explicó que el país no disponía de lo suficiente para comprar penicilina. “Decide entre tu condición de editor y de poeta”, añadió. Scorza volvió al Perú con la camisa que llevaba puesta.
Mientras tanto, Carpentier bebía a sorbos el rostro humano de La Habana. Recorría calles, frecuentaba tertulias. Se reunía con los amigos de ayer y con los miembros de una nueva generación, conocedora de su ya considerable obra y que se apresuraba a conocerlo personalmente. Preparaba las condiciones elementales para su regreso definitivo.
Continuará
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