Por Graziella Pogolotti
Para las muchachas de mi generación, la imagen de Tyrone Power representaba uno de los más altos símbolos de la virilidad proyectados por la pantalla de Hollywood. Su fama era universal. Entusiasmado por la lectura de Los pasos perdidos, estableció contacto con el autor con el propósito de realizar un filme inspirado en la novela. El proyecto parecía avanzar rápidamente. El actor y el narrador se reunieron en México, donde el diálogo rebasó lo estrictamente comercial. Se firmó un contrato. Carpentier no se preocupó por buscar asesoría jurídica adecuada. Al producirse la muerte súbita del actor, a pesar del interés mostrado por cineastas de distintos países, la idea de una versión cinematográfica sigue estando atada a los derechos adquiridos por los consorcios que heredaron los bienes de Power.
La perspectiva de realización de una versión cinematográfica de Los pasos perdidos deslumbró a Carpentier. En breve lapso, el escritor que tuvo que sufragar los gastos de publicación de alguna de sus obras capitales había entrado triunfante en el mercado editorial. Su obra se abría paso en distintas lenguas, suscitaba estudios críticos y el autor se veía acosado por la prensa. Les temps modernes, una de las revistas más influyentes de la época, difundía las primicias de El acoso, aún inédita en forma de libro. Sin lugar a dudas, el cine, con el respaldo de la gran industria de Hollywood, contribuiría a despertar el interés de millones de espectadores por una novela nacida de un proceso de creación tormentoso, matizado por angustias, incertidumbres y tentaciones de recomienzo.
En carta a Antonia Palacios, venezolana integrante del coto más íntimo de las amistades de los Carpentier, el novelista no puede contener su entusiasmo desbordante producido por el encuentro con el reconocidísimo actor y firma el acuerdo para llevar adelante, en fecha próxima la filmación de Los pasos perdidos. Había que esperar tan solo por la conclusión de algunas películas comerciales en marcha para que Tyrone Power se incorporara de lleno al trabajo. Mientras tanto se iría adelantado el guión, encargado a Irwin Shaw, bien establecido en estos menesteres en el muy competitivo ambiente del cine norteamericano. Una vez terminado, el texto fue sometido al criterio de Carpentier. Según los documentos disponibles en la Fundación Carpentier, el novelista no se detuvo demasiado en el análisis de la concepción dramatúrgica determinante del relato. Al parecer, exigente con respecto a las mañas del oficio propio, tal y como lo revela su intercambio epistolar con René Durand, traductor de sus novelas al francés, se subordinaba a las exigencias impuestas por otras artes. Le preocupaban, sobre todo, las reacciones de un destinatario situado en el primer plano entre otras muchas prioridades, el público latinoamericano. Consecuente con esa línea de conducta, propone eliminar expresiones que amenazan desatar la carcajada del espectador, por ridículas, ajenas al contexto, resultantes involuntarias de la subestimación y el desconocimiento de nuestras culturas, actitudes similares en gran medida, a muchas reacciones de Mouche, el conocidísimo personaje de Los pasos perdidos.
Lo que había comenzado con tan prometedores auspicios, había de terminar trágicamente. Joven todavía, en pleno dominio de todas sus facultades, Tyrone Power caía fulminado por muerte repentina en el set de filmación cuando rodaba su último compromiso con el cine comercial. Para Carpentier se volatilizaba un sueño que parecía haber estado al alcance de la mano. Por lo demás, los días de diálogo compartido en México le produjeron un fuerte impacto. Conoció al hombre culto tras la imagen del galán de pantalla. La lucha por la supervivencia en la “feria de las vanidades” obliga a que sean muchos los portadores de la doble naturaleza del doctor Jekyll y míster Hyde. El “star system”, bien aceitado en aquellos cincuenta del pasado siglo, cuando dos guerras mundiales habían entregado el dominio de la industria a Hollywood, la práctica de construir fetiches para hipnotizar fanáticos que recibían los fotos de sus ídolos con mensajes supuestamente personalizados, favorecía que el observador más sagaz confundiera la máscara con el rostro. La lección del esplendor y muerte de Power revivía en Carpentier las obsesiones éticas que lo acompañaron siempre.
Tyrone Power procedía de una talentosa familia de actores teatrales que concedieron preferencia en su repertorio a la más prestigiosa tradición dramática, incluidas las obras de Shakespeare. Disfrutó en su etapa de aprendizaje de una extensa preparación cultural. Diseñó su proyecto de vida en función de realizar una exitosa carrera cinematográfica que le proporcionaría pingües ganancias a fin de disponer del capital suficiente para entregarse de lleno a su verdadera vocación, la de realizador de obras de alto valor artístico. Había llegado el momento en que el renombre y los recursos conquistados le permitirían concretar los sueños postergados. A punto de liberarse de las ataduras, lo venció la muerte. Aunque no lo afirmara nunca de manera explícita, para Carpentier había sucumbido a la tentación, se dejó seducir por el diablo, ese ángel caído que nos ronda, enmascarado bajo distintos disfraces, en el laboratorio del doctor Fausto o saliendo, en forma de ratas, de las escotillas de los barcos que atracan en Amberes, cargadas de frutas que tienen el color del oro. Con las ratas portadoras de la peste que convertirán, sucesivamente, a Juan de Amberes en Juan el Romero y, al cabo, en Juan el Indiano.
Frustrado el proyecto cinematográfico, Carpentier estaba inmerso en otra novela mayor. Con el descubrimiento de Víctor Hughes, se adentraría en los grandes debates de la Historia. No sabía entonces que su estancia en Venezuela, donde tanto hizo y tantos amigos dejó, está a punto de terminar, porque también la historia produciría un vuelco en su vida.
(Continuará).
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