Por Graziella Pogolotti
Mientras se afanaba trabajosamente en la carpintería de Los pasos perdidos, Carpentier escuchaba música y, sobre todo, devoraba libros seleccionados entre la actualidad más reciente y el regreso a antiguos textos. Buscaba respuestas a preguntas acuciantes. Era un diálogo secreto con la angustia soterrada que constituía el entramado íntimo de la obra en proceso de ejecución. Pasaba de Juan Jacobo Rousseau a Jünger y André Gide y se enfrascaba en el debate jansenista entre predestinación y libre arbitrio. En el autor de las Confesiones la observación sobre la imperiosa necesidad de recrear la visión del paisaje en el espacio cerrado donde trabaja el escritor. En Jünger apuntaba la noción del cielo como plancha de hierro que recubre la vida real. Distanciado del antiguo oficial del ejército nazi, la idea evoca en el cubano el antiguo rechazo a la ciudad moderna invadida por la publicidad, núcleo central de “El milagro del ascensor”, uno de sus cuentos juveniles.
Según atestigua Carpentier en su Diario, el proyecto de Los pasos perdidos surgió súbita e íntegramente, como una iluminación, al bajar de un taxi. No hay razones para dudar de esta afirmación. Debió tratarse de la línea argumental de un relato sostenido en la ida y vuelta de un personaje desde una modernidad tecnológica avanzada hasta los orígenes de la sociedad humana en lo más intrincado de la selva. En el proceso de escritura, sin embargo, debieron plantearse otras interrogantes. Con ellas, dejaba atrás lo que hubiera podido resultar el fascinante recuento de una aventura de viajero. Al abordar la novela, bajo la superficie de la anécdota, se produce la necesidad apremiante de replantear, en el contexto privilegiado de la tierra firme, en una América aún inexplorada, preguntas fundamentales sobre el sentido de la existencia, la relación entre sociedad, individuo y cultura, la función de los mitos y la historia.
El investigador encontrará rasgos autobiográficos claramente descifrables. El binomio Ruth-Mouche evoca a la actriz Hélène y a Eva Fréjaville, que compartieron parte de la vida del autor. El viaje al Orinoco fue una experiencia cierta, respaldada por una extensa documentación, incluidas fotos aún inéditas. Santa Mónica de los Venados existe todavía en la porosa frontera que separa a Venezuela del Brasil. Por ahí siguen andando los traficantes de oro y diamantes.
Más sutil, el efecto catártico del reencuentro con la Novena de Beethoven señala el inicio de una progresiva anagnórisis. En lo personal, expresa la evocación memoriosa de los pasos perdidos, los de una infancia que, sin ser nombrada, ha de ser habanera, la silueta de un padre que lo inició en la música y la recuperación de una lengua hablada, la suya. Una compleja anagnórisis; el reconocimiento de sí y de su pertenencia cultural revela las diferencias culturales que lo separan sin remedio de sus semejantes, forjados según las demandas de un tiempo primigenio donde la historia, con las actas registradas por los fundadores de ciudades, está comenzando en el límite entre la ley de la supervivencia y la ley de la cultura. Ante la mirada implorante del leproso, el narrador, incapaz de ajusticiarlo, cede el fusil a Marcos, el hombre de la tierra y, también, el que habrá de preñar a Rosario. La exigencia de papel para dejar rastro de la jurisprudencia elemental de un vivir en sociedad y para trazar las pautas de un “Prometeo desencadenado” encarna simbólicamente la conciencia del devenir de la historia.
Mucho vaciló Carpentier antes de dar con la composición definitiva de Los pasos perdidos. Concluida la primera versión del texto, se manifiesta una duda, harto reveladora, en cuanto a la estructura general. Se pregunta si el narrador, conforme con su tarea de fabricante de productos publicitarios, se lanzará a la aventura impulsado por Mouche y comprenderá luego la inautenticidad del mundo en que ha vivido. Al final, se atuvo a su idea original. La grandeza del hombre consiste en hacer su obra en el tiempo que le ha tocado vivir, vale decir, en el reino de este mundo. Cargará con su piedra, como el Sísifo del mito. Es su inmenso desafío, nunca su destino trágico. Se sitúa, con ello, en las antípodas de la visión trágica de Albert Camus.
(Continuará)
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