Por Graziella Pogolotti
Cada regreso le regalaba un redescubrimiento de la Isla. Volvía a encontrar la luz transparente del invierno, el olor a salitre, el espacio familiar y renovado de la ciudad con su Capitolio y los encantos de una arquitectura ecléctica que se expandía rápidamente hacia el este. Los cambios se reconocían en el comportamiento de las personas, en una singular apertura hacia un mundo que sustituyó al aldeanismo de antaño.
En lo político, la lucha contra Machado había dejado sus huellas. La frustración del impulso emancipador dejó sembrado un interés inédito por el acontecer de Cuba y del mundo. El tema aparecía espontáneamente en boca del limpiabotas o del barman bien informado acerca de los personajes protagónicos de los sucesos más recientes ocurridos en Francia. Pronto se iniciaría los debates de la Asamblea Constituyente, transmitidos en directo por la radio. Legalizado en Partido Comunista, sus dirigentes obreros dominaron la poderosa Confederación de Trabajadores de Cuba, una de las más pujantes de América Latina.
La Habana también se había vuelto más cosmopolita. Parte del exilio español se radicó en Cuba, al que se le añadió una significativa emigración judía instalada en un tiempo de espera hasta que llegara el fin de la guerra o se le concediera visado para viajar a los Estados Unidos. Fueron, entre otros muchos, los casos del galerista francés Pierre Loeb y del pintor rumano Sandú Darié. Por vía del primero, pudo presentarse en Cuba la primera exposición de originales de Picasso, inaugurada por Carpentier. El segundo, artista de excepcional cultura, fue dejando en su obra lo más avanzado del abstraccionismo contemporáneo. Radicó definitivamente en La Habana. Sus restos descansan en el cementerio judío de Guanabacoa. También los artistas que alguna vez habían radicado en Europa fueron regresando poco a poco. Fueron los casos de Ravenet, de Abela, de Amelia, de Carlos Enríquez, de Pogolotti y, algo más tarde, de Wifredo Lam. En las artes visuales, Portocarrero, Mariano, Cundo Bermúdez y Mario Carreño representaban una generación emergente. La batalla entre la vanguardia y la academia no había concluido, aunque la primera gana espacio en el ámbito público. 300 años de arte en Cuba, audaz proyecto diseñado por el pintor Ravenet y el crítico Guy Pérez Cisneros, bajo los auspicios de la Universidad de La Habana construía la narrativa de un proceso que concedía su justo lugar a la generación de los veinte.
Algunas instituciones privadas intentaron llenar el vacío dejado por la desidia gubernamental. La Hispanoamericana de Cultura, patrocinada por Fernando Ortiz desempeñó un papel fundamental en el estímulo a un importante intercambio cultural. La visita de Lorca fue el acontecimiento de mayor repercusión, pero no el único. La Orquesta Filarmónica encontró el respaldo de un Patronato. Pro Arte Musical invitó a La Habana a los más célebres intérpretes de la época. La institución femenina Lyceum llevó a cabo una decisiva y sistemática labor de difusión cultural. Sus puertas se abrían gratuitamente para las exposiciones de arte que recogen la historia viva de la época. Su salón de conferencias recibió a los más importantes intelectuales extranjeros que pasaban por La Habana, así como a destacadas personalidades del país. Su biblioteca circulante puso a disposición de los lectores lo más novedoso de la literatura universal.
Carpentier se integró activa y, a veces, polémicamente a la vida cultural. Volvió a encontrar a los amigos de antaño, tanto a aquellos que compartieron los años de Paris, como a los que se habían formado en el Grupo Minorista. En distintas circunstancias, Roldán y Caturla fallecieron muy pronto. El clan estaba disperso. Algunos se volvieron hacia la política. Otros fueron devorados por la imperiosa necesidad de ganar el sustento para los suyos. La amistad de Carlos Enríquez tuvo un desenlace brusco e irremediable.
(Continuará)
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