Por Graziella Pogolotti
Como el romanticismo en el siglo XIX, el surrealismo marcó un cambio de época. En ambos casos, la aparición de los movimientos renovadores se produjo con desafiante espectacularidad. Uno y otro se proponía quebrar los valores establecidos, romper con la tradición y estremecer las bases de un conformismo acomodaticio. Con su primer manifiesto, André Breton fue el catalizador de inquietudes latentes en un contexto cultural matizado por la herencia del dadá, por la atmósfera de entreguerras, por el propósito de cambiar la vida formulado por Rimbaud, así como por las derivaciones del pensamiento de Freud y Marx. Su rápida expansión en el teatro, el cine, la literatura y las artes visuales, la visión de los conceptos sobre la cultura, sobrepasaron en su alcance las ideas del fundador.
Por influjo del psicoanálisis, el surrealismo rompió los límites entre el sueño y la realidad. Del subconsciente brotaba el poder de lo onírico. La mirada hacia el entorno concedió prioridad a la revelación de lo insólito que se manifestaba espontáneamente en los objetos recogidos por el mercado de las pulgas. En el plano de las ideas, confrontó la racionalidad cartesiana. Los fundadores no pudieron eludir el debate político de una época. En Rusia había triunfado la Revolución de Octubre. Al término de la guerra civil, la Unión Soviética se planteaba los dilemas de la construcción del socialismo en un país atrasado y empobrecido por las consecuencias del conflicto bélico impuesto por la intervención extranjera. Desde posiciones antagónicas, la extrema derecha se afianzaba. Mussolini había tomado el poder en Italia y en Francia Acción Francesa ganaba adeptos.
De la mano de Desnos, Carpentier se acercó al movimiento surrealista. Se compenetró con aspectos sustantivos de una revolución cultural que se convertiría en instrumento para indagar en lo profundo de América Latina, aunque descartó procedimientos que tendían a establecer un nuevo recetario, tales como la escritura automática y la fabricación artificial de lo insólito.
La publicación del Segundo manifiesto suscitó una violenta ruptura en el seno del movimiento. Constituido en poder supremo, André Breton definía, en términos doctrinarios, el deber ser de un movimiento caracterizado por su impulso liberador. Entraba en el terreno político con propuestas radicales en apariencia, de inspiración anarquizante. El acto surrealista por excelencia habría de ser marchar a la calle, arma en mano, y disparar indiscriminadamente contra los paseantes. La respuesta no se hizo esperar. Un cadáver fue un largo documento en el cual numerosos animadores del surrealismo se pronunciaban de manera individual contra el manifiesto de Breton. Los ataques pasaban de lo personal a lo político. Entre los participantes se reconocían muchos amigos de Carpentier. Figuraban Robert Desnos y algunos, como Michel Leiris y Raymond Queneau, con quienes el diálogo prosiguió a lo largo de toda la vida. La brevísima contribución de Carpentier definía su posición y afirmaba su pertenencia a la América Latina. Según decía, había estado en contacto con Breton en una sola ocasión.
El personaje de la Rue Fontaine manifestó indiferencia y desprecio al saber que Paul Éluard era el poeta surrealista más reconocido en este lado del mundo. Ante esa reacción, se abrió un abismo entre ambos. Por entonces, el cubano ya estaba empeñado en tender puentes entre el allá y el acá.
(Continuará)
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