La amistad y la admiración mutua unieron a Alicia Alonso y Alejo Carpentier durante muchos años. Cuando la gran bailarina, en la etapa inicial de su carrera, se presentó en Caracas –era el año 1951–, el escritor cubano residía en Venezuela, donde publicaba en El Nacional su columna periodística “Letra y Solfa”.
En homenaje a Alicia Alonso recién fallecida publicamos tres crónicas de esta visita de la bailarina cubana. El penetrante ojo crítico de Carpentier subraya las características y los valores que ya entonces revelaba el arte de Alicia.
El cisne negro
Por Alejo Carpentier
El Teatro Municipal repleto hasta el tope, con espectadores en los pasillos, adosados a los palcos, apretujados en las escaleras. Ocho, diez, doce llamadas a escena. El público no acaba de abandonar la sala, esperando que el director de orquesta alce la batuta y se asista a una improbable repetición del final o al bis de una de las variaciones. Una joven grita: “¡Aplaudan! ¡No dejen de aplaudir!”. Y una última ovación, apoyada por clamores de entusiasmo se prende en esa sala muy de fin de siglo, cuyos astrágalos dorados, rosetones, terciopelos y alegorías, representan graciosamente, esta noche, un decorativismo Segundo Imperio, que es ya inseparable del ballet clásico –sobre todo si ese ballet clásico ha sido danzado sobre una música de Chaikovsky.
Ahora que el telón ha caído sobre el famoso Pas de deux del tercer acto del Lago de los cisnes, la imagen de Alicia Alonso, tal como la contemplamos en la escena, sigue vive en nuestra memoria. Una vez más, con su Cisne negro, ha promovido el milagro que consiste en emocionarnos en lo más hondo, con algo que, más que el talento de una artista, más que una labor personal, es como la suprema ilustración de un estilo, de una forma imperecedera del arte coreográfico. Ha alcanzado ese momento milagroso en que la intérprete deja de ser una persona, para hacerse, sencillamente, una verdad. O sea que una de las tres o cuatro verdades posible en el dominio del ballet clásico se nos manifestó, de modo inolvidable, a través del genio de la danza que anima a Alicia Alonso.
En la danza clásica, Alicia Alonso adquiere una gravedad, una majestad, que establecen, entre el público y ella, esa necesaria distancia, ese deslinde invisible, requeridos por ciertas altas categorías del arte. Esa mujer riente y sencilla en la vida cotidiana, cobra de pronto, con una total sumisión de la fisonomía a la sintaxis del gesto, con una cierta impasibilidad del rostro, que se hace perfil estatuario cuando, vuelto hacia un hombro, remata la plástica de un movimiento, un carácter de ser intangible, situado fuera de nuestro ámbito, que resulta la suprema conquista de una técnica puesta al servicio de la intuición y la inteligencia de la danza.
El programa del miércoles nos traía un estreno, Lydia, ballet realizado por Alicia Alonso sobre una idea propia, que no carece de fuerza dramática. Lo mejor está en una danza de la Loca con su sombra, obsesionante paralelismo de dos figuras en blanco y negro, que me recordó un poco la danza de la Luna y la Nube, de El hombre y su deseo, de Milhaud –aunque, evidentemente, este último ballet no tuvo la menor influencia en el que nos interesa. La concepción general de Lydia, no está exenta de cierto expresionismo. La partitura de Francisco Nugué, compositor cubano, si bien es buena para la danza, porque se ajusta perfectamente al argumento, tiene en su final unos pasajes tan semejantes a La consagración de la primavera que, por momentos, parecen un calco del episodio titulado Juego del rapto en la partitura de Stravinsky. No creo que Alicia Alonso, constantemente desdoblada en Sombra, nos de en este ballet toda la medida de su enorme talento.
Debe señalarse muy particularmente, en el Cisne Negro, la actuación de Royes Fernández, junto a Alicia Alonso. Se trata de un magnífico danzarín, cuya constante elegancia está respaldada por una técnica de gran escuela.
El Nacional, 10 de agosto de 1951.