Por Yuri Rodríguez
El artículo “La vorágine en Europa” de Alejo Carpentier, que presentamos en nuestro sitio, muestra el interés del intelectual cubano por la novela de José Eustasio Rivera, obra que este año cumple 95 años de su edición príncipe.
En ese texto periodístico ―publicado el 21 de diciembre de 1951―, Carpentier alaba el éxito que tuvo en el viejo continente la narración de Rivera, considerando que reflejaba un modo de vivir y actuar apegado a valores de carácter telúrico, popular y natural, diferente del comportamiento de los personajes de ciertas novelas europeas marcados por posturas intelectuales.
Ya con anterioridad, en un texto que escribió en francés para la revista Cahier en 1931 (“Los puntos cardinales de la novela en América Latina”) Carpentier apreciaba ―como característica de las novelas latinoamericanas de esos años―, el enfrentamiento que el hombre establece con la naturaleza del continente, en el cual, a su vez, encamina su propia definición existencial. Asimismo, en ese texto considera La vorágine una novela pletórica de vitalidad que revela un mundo desconocido y alucinante, al tiempo que enumera con cierto deleite el recorrido del protagonista por los afluentes del Orinoco: Yapura, Guaviare, Inírida, Vichada, Río Negro.
En 1947, una vivencia personal contribuye a iluminar su percepción sobre La vorágine, cuando, en Venezuela, emprende un viaje por avión a la Gran Sabana ―región en los límites de Brasil y Guayana― y al Orinoco. Testimonio de ese recorrido, escribe “El libro de la Gran Sabana”, cuaderno que nunca publicó, en el cual alude a la novela de Rivera en varias ocasiones. Así, por ejemplo, apela a una cita explícita de La vorágine que revela la imagen contrastante de la selva: de una parte, la presencia de las garzas, tradicional símbolo de paz, sobrevolando por la selva inundada ocasionalmente, mientras, por otra, las especies que se esconden bajo la superficie del agua ―caimanes, caribes, rayas, anguilas― empeñadas en una acción depredadora sobre estas aves. (“La selva anegada”, cap. XVIII, “Libro de la Gran Sabana”, Fondo Alejo Carpentier). Asimismo, esta cita se relaciona con el llamado mundo de apariencia de la selva que Carpentier describe en Los pasos perdidos (capítulo XX).
El entusiasmo por la región lo lleva a realizar en 1948 otro viaje por el Orinoco, esta vez por autobús y chalana. En varias ocasiones, Carpentier relató las paradas del viaje: Ciudad Bolívar, Puerto Ayacucho, los raudales de Atures y Maipures, Samariapo y “San Fernando de Atabapo, la ciudad de La vorágine de José Eustasio Rivera, donde fui recibido por las hijas del Coronel Funes, que, hablándome del cacicazgo de su padre, llamaban aquellos los buenos tiempos”. (Carta a Klaus Müller-Bergh, 12 de septiembre de 1972, Fondo Alejo Carpentier). La mención corrobora que Carpentier conoció el sitio y el ambiente que en la narración de Rivera describe la matanza que emprendió el coronel Tomás Funes el 8 de mayo de 1913 contra el gobernador Pulido y sus adeptos, quien pretendía controlar el caucho de la zona.
La vivencia fue estimulante para el escritor cubano. Los sucesos históricos de la región proporcionaron material para sus proyectos de ficción. En El clan disperso ―novela inconclusa de su autoría― relata un episodio que entraña relación con los acontecimientos narrados en La vorágine. Un personaje de El clan… pretende participar en una conspiración contra el general Juan Vicente Gómez, repitiendo el golpe que Emilio Arévalo Cedeño había efectuado años antes para acabar con el poderío del coronel Funes en San Fernando del Atabapo. (“El clan disperso”, parte III, capítulo II, “El caño de los indios”, Fondo Fundación Carpentier).
La presencia de la selva ―su flora y fauna―, así como una galería de prototipos humanos ―buscadores de oro, contrabandistas, caucheros― visibiliza puntos comunes entre La vorágine y Los pasos perdidos, una particularidad que consideró el propio Carpentier. Igualmente, ambas narraciones enfocan la dicotomía civilización y barbarie, aunque desde distintas perspectivas. El artículo “La vorágine en Europa”, resultó para el intelectual cubano un repaso sobre la significación de la novela, cuando se encontraba en pleno proceso creativo de Los pasos… Ahora, su lectura ratifica la sagacidad crítica de un Carpentier presto siempre a justipreciar el legado literario de nuestra América.
La vorágine en Europa
Alejo Carpentier
La vorágine de José Eustasio Rivera se publicó en 1924. Su autor habría de morir cuatro años después, sin imaginarse, tal vez, que su libro se situaría tan pronto entre los clásicos de la literatura hispanoamericana. Eran duros los tiempos aquellos para los escritores de nuestro continente. Andábamos huérfanos de editoriales, y los libros alcanzaban a sus lectores con tremenda lentitud, por falta de una distribución eficiente, (todavía hoy, esto deja mucho que desear). Así supimos, de La vorágine por el Repertorio Americano de García Monge, mucho antes de dar con el texto. Y solo fue después de la muerte de José Eustasio Rivera, cuando su novela, reeditada en México, en Argentina, en Chile, alcanzó una difusión continental.
Ignoro si José Eustasio Rivera tuvo conciencia del éxito que conocería finalmente su obra, y del lugar que estaba destinado a ocupar en las letras americanas. Lo que sí le hubiera sido difícil imaginar es que La vorágine, traducida al francés, lograría un verdadero triunfo de librería, veinticinco años después, situándose en la categoría de auténtico best seller. Todas las revistas y periódicos literarios de Francia se han ocupados, en estos días, de La vorágine calificándola de obra extraordinario. Dentro de la boga que disfruta en Europa, en estos momentos, el libro latinoamericano ―Jorge Icaza, Ciro Alegría, Jorge Amado―; en los días que Roger Callois está lanzando, por cuenta de las ediciones de la Nouvelle Revue Francaise, su colección “La Cruz del Sur”, el libro de José Eustasio Rivera aparece como un acontecimiento literario que mantiene la vista de muchos lectores de la otra orilla del Océano, fija en la literatura de expresión americana.
Ahora bien: este triunfo entraña una gran lección para nosotros. En estos últimos años hemos visto a muchos hombres novelistas nuestros torturados por el afán de forjar personajes de una complejidad ajena a los caracteres que podían hallar en su campo de observación. Es decir que, desconcertados por una cierta entereza de temperamentos, por la presencia, en los hombres observados, de virtudes o defectos fuertemente acusados, parecían añorar las complejidades de ciertos tipos creados por la novela europea, cierto intelectualismo, siempre manifiesto en los personajes de Huxley, por ejemplo. Había en ellos como una añoranza de Enfant terribles, de Stravoguine, de Spandrell o de Albertina ―por no conocer todavía el maravilloso monstruo de Adrián Leverkuhn. Y, por lo mismo, notábamos a menudo un desajuste entre el hombre y el ambiente, entre los caracteres y el paisaje. En más de una obra, los personajes hablaban artificialmente, como temiendo mostrar sus impulsos profundos, originándose, con su presencia en marcos conocidos, una penosa sensación de falsedad. En una palabra: se tenia miedo al “personaje de una sola pieza”, tan característico de nuestras tierras.
Lo interesante ahora, con el éxito de La vorágine en Europa, es observar que una de las cosas más alabadas por los críticos es la entereza, la fuerza elemental, instintiva, impulsiva de los caracteres. Lejos de creer que un Arturo Cova tenga que comportarse a la manera de un héroe de Proust, esos críticos estiman que una de las virtudes de esta novela esta precisamente en mostrarnos personajes “tallados de una sola pieza”, bullentes de vida como la naturaleza que los circunda, lanzados a la tragedia que les toca padecer, como son arrojados el Bueno, el Malo, el Pérfido, el Grotesco, el Villano, el Virtuoso, el Magnánimo, al borde de la tragedia shakesperiana. En la selva de La vorágine los personajes empeñados a fondo en un juego de vida o muerte, se transforman en una protagonización de las grandes pasiones, de los grandes instintos, del hombre. De ahí, tal vez, una de las razones del “clasicismo” americano de la novela de José Eustasio Rivera. Clasicismo que la hace inteligible a todos los lectores de la tierra, por cuanto se funda en una expresión de sentimientos universales y eternos ― sentimientos que nuestra manera de vivir, nuestra idiosincrasia, nuestro cotidiano contacto con factores telúricos, naturales, populares, mantienen libres, todavía, de ciertas pátinas intelectuales.
“Hemos de hallar lo universal en las entrañas de lo local; y lo eterno en lo pasajero y circunscrito” ˗decía Don Miguel de Unamuno.
El Nacional, 21 de diciembre de 1951