El arte de narrar en Latinoamérica

“Novelas de América”, artículo que presentamos en nuestro sitio, fue publicado por Alejo Carpentier en su columna “Letra y Solfa”, de El Nacional, el 15 de junio de 1951. Este texto había aparecido, en 1944, en el periódico habanero Información, lo que evidencia el interés que el escritor y periodista mantenía acerca del tratamiento de ciertos temas en la novela latinoamericana. Asimismo, en 1951, Carpentier se encontraba empeñado en la escritura de Los pasos perdidos, novela en que el paisaje, motivo abordado en el citado artículo, ocupa un lugar preponderante. Algunas de estas cuestiones, tratadas en el texto que hoy presentamos, merecerían luego su atención en el cuaderno de ensayos Tientos y diferencias (1964).

Novelas de América

Por Alejo Carpentier

Una noche discutíamos, con unos pocos amigos, el tema siempre apasionante de la novela latinoamericana. Uno de los presentes, impulsado por su muy laudable amor a un estilo castigado, nos decía: “Lo que me molesta en la novela latinoamericana es su prolijidad; el lugar excesivo que en ella ocupa el paisaje; las interminables descripciones del  escenario. Tomen una novela francesa; el escenario se reduce a su mínima expresión. El paisaje se pinta con dos  trazos certeros. Y queda lugar para el Hombre”.

 

El reparo era interesante en extremo. Por ello, quisimos hacer un experimento. Fuimos a la biblioteca y agarramos el primer libro que nos  vino a la  mano. No era una novela. Se trataba de La anunciación a María  de Paul Claudel. Nuestro índice cayó en el principio del primer acto. Y  leímos: “La cocina de Combernón; vasta sala con una gran chimenea blasonada; en el centro, una larga mesa con todos sus utensilios, como en un cuadro de Brueghel”.

 

Y nos vino este simple argumento a la mente: ¿Con qué compararía usted la cocina de una casa andina? ¿La cocina de una casa a orillas del Lago de Pátzcuaro? ¿Con qué pintura conocida?… ¿Con qué imagen perteneciente, desde hace siglos, al patrimonio colectivo de la cultura? A Claudel le basta decir: “como en un cuadro de Breughel” y la decoración se sitúa en nuestro espíritu nutrido, desde la infancia, con  reproducción de obras maestras de la pintura flamenca… En cambio… ¿cuál es el cuadro famoso que nos ha situado ante una cocina de casa colonial, en los Andes venezolanos?

 

Nuestro interlocutor protestó: aquella no era una novela. La mano agarró otro tomo al azar: Le grand Meaulnes de  Alain Fournier. Y el índice dio con ese párrafo: “Era una larga casa de ladrillos con tres ventanas. Detrás había un  prado, a un lado del camino que conducía a la estación del ferrocarril”.

 

Y volvió a plantearse el mismo problema. Cuando se habla de la campiña  francesa, “una  larga casa de ladrillos con tres ventanas” es algo que  responde a una noción adquirida. La vemos, con su techo de pizarra o de ladrillos, porque la conocemos desde los tiempos de Rousseau. Desde entonces, no ha cambiado de aspecto. Tampoco ha cambiado el prado, con sus  manzanos y sus  cerezos. Y cuando corrió un primer ferrocarril por tierras de Francia, nacieron estaciones grises, con andén, jardincillo, cercado de madera verde, a la orilla de la carrilera, para crear, en un poco tiempo, una imagen que es ya universal. Esa estación la hemos encontrado en Maupassant, en los paisajes de Utrillo, en sainetes y caricaturas. Su  representación es del dominio colectivo. Absurdo seria que un novelista  francés demorara en hacer su descripción.

 

En  cambio… háblenme ustedes de las estaciones del ferrocarril Trasandino, de las estaciones que encuentra el forastero en el viaje por tren de  Veracruz a México: se necesitarán cuatro páginas de prosa apretada para   hablarnos de su arquitectura, de la humanidad que en ella se mueve, de su  marco natural, de las plantas que crecen junto a sus andenes. Para ellas no  existen módulos de comparación; nunca fueron pintadas ni descritas. De ahí que el novelista que en alguna de ellas sitúe un capítulo se vea llevado  a concederles casi tanta importancia como al Hombre ―ya que el hombre    de América está más estrechamente ligado al medio natural en que vive, que el de Europa.

 

Lo  magnífico en la tarea que nos impone la misión de escribir novelas   latinoamericanas, está en que nos obliga a enfrentarnos con tierras que  vivieron siempre ajenas a la literatura. Cuando un novelista europeo dice: “un pino, una encina, un nogal”, nos ofrece, con una sola palabra, una imagen precisa. ¡Háblenme, en cambio, de los dragos de Cuba  ―que tienen cuerpos de mujer―, del sasafrás que se enciende en septiembre a las orillas del Orinoco, del mangle con ostras prendidas de las raíces!…  Sobre cada uno de esos árboles hay media página de prosa por escribir. De ahí que no podamos ―por necesidad, por deber― prescindir todavía del paisaje pintado a toda paleta, en la novela latinoamericana.

 

El Nacional, 15 de junio de 1951.

 

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