En 1870 –el año mismo de esa Guerra Franco-prusiana de que tanto hablaban nuestros abuelos y que hoy nos parece algo así como una Guerra Púnica–, se estrenaba en París la partitura de Coppélia o la doncella de los ojos de esmalte, de Léo Delibes. Hoy, después de haber escuchado sus principales melodías hasta la saciedad, nos resulta casi imposible admitir que los críticos franceses de la época –los mismos que habrían de probar las ratas asadas del Año Terrible– se expresaran de esa partitura en términos parecidos a los que saludaron, en 1912, la aparición de Petrouchka: “Instrumentación singular… Exceso de colorido orquestal… Rebuscamiento en el manejo de los timbres”… Lo cierto era que el ballet de Delibes, por un evidente cuidado de la factura, por la preocupación de seguir muy de cerca los elementos de pantomima del segundo acto, significaba un seguro paso de avance sobre el ballet a lo Adam, que dictaba normas, en París, desde hacía más de treinta años. Desde este punto de vista, podía considerarse como un intento renovador.
Hablábamos ayer de la majestad de Alicia Alonso en el ballet clásico. Hoy habría que hablar de su gracia juvenil, de su frescura, de su delicado humorismo, en el papel de Swanilda, la maliciosa visitante del laboratorio del Doctor Coppelius. Uno de los momentos capitales de su interpretación se encuentra, a mi juicio, en la Danza española y la Escocesa –bailadas una tras otra, en contraste– del segundo acto. En ellas ha podido apreciarse la ductibilidad coreográfica de Alicia Alonso, y su admirable sentido de la estilización. Sobre una música nada propicia a semejante alarde, la gran artista nos dio como una síntesis de la danza española tradicional, en que lo fundamental de pasos y ademanes aparecía expresado en una dinámica sucesión de siluetas precisas, con calidad plástica de bocetos en movimiento. De inmediato, la Escocesa, con sus pasos tradicionales –folklóricos, podríamos decir– vertidos al lenguaje de la Academia, nos llevó al ballet romántico, a la estampa de Walter Scott, con una finísima ironía que transformó a Alicia Alonso en una de esas figuras que adornaban, en planchas iluminadas, hacia el año 1940, esos encantadores periódicos que solían titularse: La Moda o Recreo Semanal del Bello Sexo o Álbum Musical y Poético de las Señoritas.
Todo el segundo acto fue una delicia de interpretación. En particular la escena en que Swanilda y sus amigos –¿por qué pensé en las petites filles modeles de la Condesa de Segur?– se instalan en medio del escenario para ver trabajar a los autómatas de Coppelius; las explicaciones mímicas de Swanilda, la famosa Danza de la muñeca, resultaron estampas logradas, que en ningún momento pretendieron apartarse de la época en que fueron concebidas. En efecto: en ningún momento se ha pretendido modernizar –como demasiadas veces he visto hacerlo– el ballet de Delibes. Se le ha dejado su carácter, dentro de la coreografía de Petipá y Fokine –tal como la representara siempre Anna Pavlova– con sus cabales pretexto para danzar, sus pasajes humorísticos, sus personajes de pantomima, y hasta sus ingenuidades, que se hacen, con los años, divertidas viñetas, hermanas del Lenguaje del abanico y el Lenguaje de las flores.
En conjunto: un lindo espectáculo, en torno a una gran bailarina.
El Nacional, 11 de agosto de 1951.