El escritor francés traza las peripecias de un noble que pasa de prisionero a navegante, a rey de Madagascar.
Gabriel Sánchez Sorondo
La verosimilitud, quizás la cualidad más fascinante de la ficción, atrae lectores con una especial gravitación. Lo que no fue, pero bien podría haber sido, suele seducir más que lo estrictamente verídico o, por el contrario, lo imposible. Casos como Biografía del Caribe o El reino de este mundo (de Germán Arciniegas y Alejo Carpentier, respectivamente) honraron, por ejemplo, la alquimia entre lo histórico y lo literario, jugando en esa frontera resbaladiza y tentadora entre lo apócrifo y lo verdadero. Similar intento cursa La vuelta al mundo del rey Cibelino al coincidir en época, ambiente y parte de la geografía elegida.
Sería imprudente, sin embargo, decir que estas páginas logran algo equiparable a lo que Carpentier o Arciniegas nos regalaron. La atmósfera de ámbitos novedosos al ojo del hombre blanco; esa clase de extrañamiento que el escritor cubano definió como “lo real maravilloso”, requiere más literatura que información, más metáfora y contra-academia; mayor incertidumbre que la que aporta el cúmulo de coordenadas de tiempo y lugar, de itinerarios, de sucesos emblemáticos de espada; todo eso suma, pero no dota de alma a un texto.
El relato que nos ocupa apela, en efecto, a la mística insular de los colonizadores (en América, pero fundamentalmente en África), a la tierra virgen, al buen salvaje y al mal civilizado, para converger en la vida de un aventurero histórico: August Benyovszky, nacido en 1746, aristócrata de origen eslovaco, que sirvió alternativamente en la armada francesa, en el ejército austríaco y polaco. Expedicionario, convicto, y –en efecto, si avalamos las crónicas disponibles– “rey de Madagascar” ungido por las autoridades nativas, el propio personaje dejó una obra: Memorias y viajes, escrita entre 1780 y 1784, con más de quince ediciones en su haber. Resulta evidente que nuestro contemporáneo autor, Jean-Christophe Rufin, abrevó en aquellos escritos, legados “de primera mano” por su personalísimo protagonista.
El marco histórico aquí es explícito y categórico desde el primer párrafo: “Benjamín Franklin, con el rostro contraído, se mantenía de pie detrás de su silla, sujetando con sus manos el respaldo de madera y mirando la puerta con crueldad”. Así, el hombre del billete de cien dólares ingresa a la acción aún antes que August y su esposa, actores principales de los acontecimientos. Tras esa inclusión inaugural, el prócer estadounidense pasa, pocas páginas más adelante, a cumplir el rol de oyente que le transfiere al lector: será él quien escuche, en el comienzo, el relato del explorador Benyovszky, y luego el de Aphanasie, la “reina consorte”. Ambos se le han presentado a un Franklin achacoso aunque robustecido en su carácter fundacional, para ponerlo en conocimiento de una “larga historia”.
La audiencia involucra, previsiblemente, una petición que, a su vez, traccionará la novela. Esa es, pues, la dinámica propuesta por Rufin y el contrato de lectura: el “First American”, artífice del pararrayos, las lentes bifocales y otras proezas, escucha (primero escéptico, después cautivado) mientras nosotros leemos. Desde la fórmula escogida, sabremos entonces de infancias, hazañas, glorias, peligros y océanos surcados por la singular pareja criada en Europa y lanzada a los generosos y exóticos horizontes que disponía el siglo XVIII en los albores iluministas.
La vuelta al mundo del rey Cibelino presenta una maquinaria narrativa honesta, prolija, bien articulada, que funciona y cuenta con leales lectores, asiduos a esta clase de propuestas. La destreza prosística del autor, apoyada en generosidades históricas que aborda, atrapa y eslabona 29 capítulos con incógnitas efectivas. Su argumento pudo, sin embargo, haber transcurrido en otros mares u otros siglos. Pudo, incluso, haber narrado otros hechos, entre otros nombres, sin cambiar en esencia su condición genérica: la de novela de aventuras.
Lo extemporáneo resulta, a su vez, una acechanza en estos intentos; habiendo optado por un marco histórico específico, encontramos aquí abundancia de giros verbales y actitudes demasiado vigentes, actuales, cuasi televisivas. Ahora bien ¿por qué invocar a la Historia para contar una historia? ¿Será que la ficción-ficción “no se vende porque no se vende” según ironizaba el poeta Guillermo Boido respecto de su propio género?
“¡Aguante la ficción!”, bramó no hace mucho, con énfasis futbolero, cierta actriz argentina desde el estrado, tras recibir un prestigioso premio nacional por su actuación. Era, claro, una arenga enfática contra la invasiva “no ficción” crecientemente exitosa en pantallas grandes o pequeñas. Aunque no lo vociferó la actriz de marras, bien podría reclamarse con similar e inversa indignación frente a títulos editoriales que, dado el caso, entre otros tópicos, eligen retratar a nuestros próceres locales, ya no como al mundano Franklin de este volumen, sino incluso como vigorosos amantes en ámbitos de erotismo omnipresente, donde la espada, la pluma y la palabra van a la saga de una preponderancia carnal, y no de heridas de guerra.
En términos editoriales podríamos refrendar –a partir de La vuelta al mundo del rey Cibelino y su laureado autor, pero también más allá de este título– que apelar a instancias históricas para priorizar un romance lateral, un modelo de vestido, un duelo, una cepa de vino, un rumor, un afamado castillo, da buenos resultados en ventas. Habrá que ver, con la irremplazable perspectiva que aporta (precisamente) el tiempo, si ese uso del pasado deviene en una literatura con futuro.
La vuelta al mundo del rey Cibelino, Jean-Christophe Rufin. Trad. J.I. Gorrais. El cuenco de plata, 314 págs.
https://www.clarin.com/literatura/jean-christophe-rufin_0_dMYs3v_AN.html
19/08/2019 – 18:31/ Clarín.com /Revista Ñ