Por Ramiro Guerra
Durante los años veinte, la cultura europea de posguerra estalló en una furia de “ismos”. El artista de esos días se aislaba más y más de su realidad circundante, o más bien era impelido a aislarse por unas circunstancias sociales, políticas y económicas que lo relegaban a un plano de individuo extraño, en un mundo que se mecanizaba rápidamente sin cuidar de sus valores espirituales dañados por el vértigo.
El gran conflicto bélico del 14, lucha de intereses internacionales sin ideales con potencias para justificarse, dejó el sabor de la frustración aun en los ejércitos victoriosos. Intelectuales y artistas comenzaron a crear movimientos cuya raíz se hundía más y más en la huida de la realidad. Fauvismo, cubismo, surrealismo, fueron surgiendo unos tras otros. Picasso, Matisse, Derain, Dali y otros exploraban en las artes plásticas; Stravinsky, Milhaud, o Honegger buscaban nuevos aspectos en el mundo sonoro; mientras Joyce descomponía y analizaba el subconsciente para darnos una nueva visión literaria.
La búsqueda de lo exótico fue otro camino a seguir. El afronegrismo estuvo en boga. El descubrimiento de la gran fuerza de las manifestaciones negras en rítmica y plástica y su carácter primitivo, tan lleno de matices estilísticos y poderosa expresividad, lo hicieron blanco del interés artístico de la época. Pocos artistas de este tiempo dejaron de sentir su influencia de una manera o de otra, ya en periodos de su evolución, ya en la totalidad de su obra.
La llegada de Diaghilev y sus huestes del Ballet Russe a París y el sonado triunfo que tuvieron, alimentaron más y más ese gusto por lo exótico y fantástico con el extenso repertorio de temas eslavos, orientales y de leyendas centro-europeas que llenan Petrouchka, Scheherezade, El pabellón de Armida, El pájaro de fuego, El príncipe Ígor, La consagración de la primavera, entre muchos más, y en los que colaboraron musical, plástica y literariamente los elementos de vanguardia que se barajaban en aquellos días.
Todo aquel mundo de inquietudes artísticas, de turbulencia creativa salida del eje parisién, tendría repercusión en América y, naturalmente, en Cuba. Dentro del límite cultural cubano de aquellos días, también se agitaron las ideas y se vio a través del prisma artístico del momento. Pero resultó que lo que en Europa fue exotismo y curiosidad, en nuestro medio fue un valor vivo, parte de nuestra cultura. En nuestro suelo, el afronegrismo europeo se convirtió en un acicate para el nacimiento de un arte nacionalista con sus diversas repercusiones artísticas e intelectuales.
Y este fue el momento en que surgió Amadeo Roldán, músico que tuvo una clara visión de la danza nacional, como la que debiera expresar en movimientos propios e inconfundibles el sentir cubano que emanaba de su música. Luchó y trabajó por “hacer un arte esencialmente americano, en un todo independiente del europeo, un arte nuestro, continental, digno de ser aceptado universalmente no por el caudal de exotismo que en él pudiera haber, sino por su importancia intrínseca, por su valor en sí como obra de arte, por el aporte que haya en el nuestro al arte universal”.
Veamos su estética y la profundidad de ella cuando expone el ideario suyo en palabras propias:
Arte nuevo, procedimientos nuevos, mejor dicho, arte americano, procedimientos americanos, sensibilidad, formas, medios de expresión nuevos, americanos, pero inspirados en el más pleno y sincero sentimiento artístico, música. Arte, emoción ante todo, modernidad, mejor dicho, actualidad en la sensibilidad y en el lenguaje […]. Estudiar, desarrollar, vivificar el folclore de nuestros países, no con el propósito de construir obras de un carácter puramente local o nacional, sino con fines universales.
Toda su obra está muy llena de sentimiento de este pueblo con sus hombres y mujeres blancos, negros y mulatos, con sus recuerdos coloniales, con sus actualizaciones políticas, con sus temas religiosos primitivos, con sus manifestaciones callejeras populares y el estruendo fiestero de su raza, yendo desde la complicación rítmica de sus tambores y la gesta de sus poetas hasta el canto infantil al niño negro.
Su intenso contacto con la danza nacional, que tendrá que esperar años después de su muerte para tener vigencia, lo demuestran sus ballets La rebambaramba y El milagro de Anaquillé, y muchas de sus otras obras, como Rítmicas, Tres pequeños poemas, El diablo baila y Tres toques, muy adentradas del espíritu de la danza.
La rebambaramba, ballet afrocubano en un acto y dos cuadros, posee libreto de Alejo Carpentier y diseños escenográficos y vestuario de José Hurtado de Mendoza. Fechada en 1928, la partitura la estrenó en forma de suite la Orquesta Filarmónica de La Habana ese mismo año. Más tarde fue tocada en México, París, Berlín, Budapest, Bogotá e Illinois, con un resonante triunfo de crítica y provocando turbulencias como la de Berlín, donde parte del público atronó con aplausos mientras otra pateaba rabiosamente, lo que dice del carácter polémico y novedoso que tuvo la obra aun para público tan culto como el berlinés.
Como obra coreográfica, su historia es corta. Diaghilev se sintió interesado en el ballet, mientras esperaba recibir del autor datos concretos sobre la mise en scène, le sorprendió la muerte y el proyecto se truncó.
Concebido para bailarines ajenos a una estética clásica, en unos años en que ni aun estos existían en nuestro medio y, además, con presencia de bailarines negros y mulatos en la escena, solo hubo un intento en 1933, hecho por un grupo de intelectuales amantes de las artes, entre los que se encontraban Luis de Soto, Luis A. Baralt y el propio Roldán. La idea era llevarla a escena con elementos populares, pero no llegó a tomar forma (aunque comenzó a ensayarse) por las circunstancias graves de la política del momento, que culminó con la caída del régimen de Machado.
Hace dos años fue montada para un programa televisado por el coreógrafo Alberto Alonso. La improvisación en que se preparaba un espectáculo de televisión en aquella época, no permitió que coreográficamente la obra musical llenara su cometido, ni aun discretamente, por lo cual podemos decir que La rebambaramba espera aún su estreno en circunstancias y condiciones adecuadas para ser apreciada en su totalidad.
El libreto hace transcurrir la acción en La Habana, durante el primer tercio del siglo xix. Sus personajes se basan en el colorismo pictórico de los grabados de Mialhe y Landaluze: la mulata ladina Mercé, el calesero Aponte, el soldado español, el negro curro, el amo, el repicador, las comparsas de congos y lucumíes, el juego de la culebra con sus personajes del diablito, el chino, el negro y la negra, los ñáñigos, lechuguinos y gente del pueblo, todos los cuales pretendían revivir un cuadro colorista del antiguo Día de Reyes, en que los esclavos salían a la calle en un estruendoso carnaval con trajes, danzas u cantos propios de sus pueblos y costumbres. Esa fiesta del Día de Reyes tenía su equivalencia en un antiguo rito fertilizante africano traído a la isla por los esclavos, quienes lo habían transformado en una especie de carnaval negro tradicional, donde las máscaras, fieles reflejos de los diablitos ancestrales, espantaban los malos espíritus invernales u propiciaban el renacer de la tierra con la primavera.
El primer cuadro transcurre dentro de una clásica casa señorial de la época, durante los preparativos que hacen los esclavos para la fiesta del único día de completa libertad del año. La mulata Mercé domina con su gracia el cotarro doméstico y va y viene con paso rumbero de un lado a otro, hasta la aparición del negro curro, con un cándido soldado español a mano, dispuesto a embromarlo con la ayuda de todos. Le hacen bailar y quedar en ridículo, mientras la mulata coquetea con él. En el clímax de la diversión irrumpe el amo, y la dispersión se hace total. Aponte, el calesero, celoso amante de Mercé, que también ha llegado, sospecha de algún raro acontecer, sin saber que la mulata ha escondido al soldado en su cuarto. El negro curro, que pudo meterse en un tinajón, es sorprendido por Aponte, y para escapar revela la presencia del extraño en la habitación de Mercé. De ahí una escena entre Aponte y Mercé en que el calesero celoso la increpa y ella coquetea, lo burla y logra convencerlo de que es incierto lo dicho por el negro curro.
Imposibilitada de hacer salir al español, pues Aponte guarda la puerta de salida de la casa, a Mercé se le ocurre vestirlo de diablito y hacerlo salir desapercibidamente en medio del grupo de esclavos disfrazados que salen a incorporarse al Día de Reyes. Al darse cuenta Aponte de que ha sido burlado, sale en persecución del fugitivo.
El segundo cuadro transcurre en la Plaza de San Francisco o en la de la Catedral (cualquiera de las dos admite el libreto) y muestra el Día de Reyes en plena efervescencia. Puestos con botellas, dulces y papeles de colores. Público de lechuguinos, soldados, negros y marinos extranjeros observan el espectáculo. Los pedigüeños, vestidos de mamarrachos, piden para la Caridad del Cobre con una alcancía sobre la cabeza. La comparsa de congos y lucumíes con grandes sombreros de plumas aparece con su Rey al frente, quien trae máscara multicolor y casco coronado por dos astas de toro, chamarreta con entorchados, galones y bandas, que cuelgan de la cintura un arco guarnecido de paja y llevan a su lado un acólito con gran farola.
Sigue llegando gente: Mercé y las mulatas amigas, otro pedigüeño en grotesco traje de marinero y una nave bogando en un mar de olas sobre la cabeza con la Virgen de Regla y, por supuesto, la consabida alcancía. En la multitud se siente la parición del soldado disfrazado de diablito y Aponte que lo persigue.
Aparece el juego de la culebra con negros y negras que sostienen un enorme culebrón verde. También aparecen entre ellos un diablito y un chino. Puesta la culebra en el suelo, se inicia un baile y un canto cuyas estrofas dicen:
Mamita, mamita, yen, yen, yen.
Que me traga la serpiente, yen, yen, yen.
Mentira, mi negra, yen, yen, yen,
Son juegos de mi tierra, yen, yen, yen.
Y mírale los ojos, parecen candela.
Y mírale los dientes, parecen filé.
Después de una pantomima en la que varios personajes se acercan y huyen de nuevo, el chino por fin mata la culebra. Entonces todos cantan:
La culebra se murió,
Calabazón, zon, zon.
El negro curro, sorprendido ahora por Aponte, mientras galanteaba a Mercé, por salvarse denuncia al soldado disfrazado que se esconde detrás de un quiosco. Cuando el calesero se dispone a cogerlo, irrumpen en la escena los ñáñigos, con gran cantidad de diablitos, portadores de anaquillés y enormes farolas. Aponte, entonces, toma al español por el cuello y lo pone al frente del grupo de ñáñigos, que comienzan a cercarlo al notar su estrambótica manera de bailar. Por fin le arrancan el disfraz y aparece el pelirrojo español a la vista, quien, avergonzado y furioso, se abalanza sobre el calesero formándose la correspondiente reyerta, a cuyo ruido acuden los guardas y se los llevan a ambos.
La fiesta reanuda su esplendor, mientras el negro curro, enlazando a Mercé por la cintura, se mezcla alegre y triunfante en el alboroto.
Es de lamentar que la trama no tuviera una mayor profundidad conflictiva, y que los personajes a su vez gozaran de más carácter. El libreto descansa demasiado en lo pintoresco y confía mucho en el estruendoso color de la fiesta del Día de Reyes del segundo cuadro, dejando al primero demasiado recargado de una pantomima intrascendente por lo superficial de las situaciones. Además, centra un hecho importante de la acción en la presencia de los diablitos ñáñigos de cara cubierta, los cuales tenían en realidad muy poca o ninguna aparición en estas fiestas, creándose una contradicción histórica en el ambiente costumbrista del ballet. Esto último tiene su justificación en el hecho de que en los años en que fue escirro este ballet, los estudios folclóricos estaban muy en pañales como para permitir a los artistas tener datos precisos sobre ciertos puntos que de por sí pueden ser confusos, como la diferenciación de etnias, costumbres, religión y aspectos musicales, plásticos y danzarios entre congos, lucumíes, carabalíes y otros grupos africanos, los que mantenían completamente separadas sus manifestaciones y no mezclaban ni en fiesta ni en serio las características de cada uno.
Todos estos detalles deberán ser tenidos en cuenta para una futura puesta en escena de La rebambaramba, cuya subsanación redondeará y acrecentará los ya reconocidos valores de la partitura.
El milagro de Anaquillé, misterio o auto coreográfico en un acto, posee libreto de Alejo Carpentier y diseños de Hurtado de Mendoza. Fue estrenado por la Orquesta Filarmónica de La Habana, dirigida por el propio Roldán en el año 1929, y nuevamente presentada por Erich Kleiber en 1945 en forma de suite orquestal.
Con un tema de ácida sátira política y puntería reivindicatoria nacionalista, este ballet ha esperado años de silencio sumergido en la sombra. Su libreto tiene un estilo expresionista en la acción, los personajes y sus características, así como los recursos satíricos buscados que son altamente deformados para crear una atmósfera especial.
La trama se desarrolla dentro de lo que ha sido hasta hace poco el marco triste del campo cubano sin esperanza. El bohío guajiro a un lado, desvencijado y melancólico, y el del Illamba (especie de sacerdote ñáñigo), con similar característica, al otro lado. El fondo es eliminado por la mole monstruosa del ingenio con tres largas chimeneas cubiertas de pesadas letras, que se pierden en el cielo del escenario, símbolos del poderío del azúcar sobre el suelo cubano. Este paisaje escenográfico está expresado en un estilo esquemático y ciertamente deformado.
La acción comienza con la entrada de un campesino que arrastra un esquelético caballo de madera sobre ruedas (simbólica expresión del guajiro desposeído). Le siguen otros campesinos que a la vuelta de la faena improvisan con algunas guajiras los requiebros de un aire de zapateo.
Lentamente, pero con aire de ferocidad, aparece el Business man, que lleva puesta una máscara duplicante del volumen de su cabeza y que trae debajo del brazo una serie de pasquines, una bomba de inflar gomas, una cámara cinematográfica y varios paquetes misteriosos. Los guajiros interrumpen su danza ante la llegada del extraño y lo observan con temor creciente. El Business man contempla el sitio y también a los campesinos, como si fuera caballos de raza, tras lo cual ordena la entrada de sus ayudantes.
En una furiosa danza de jazz desarticulada, entran el marino yanqui y la flapper (que ahora llamaríamos “pin-up girl”), mientras el jefe se entrega a una furiosa actividad de colocar afiches y pasquines por todas partes. Pone un letrero ante la puerta de la casa del Illamba que dice “Ice-cream Soda”; más allá otro que dice “Bar” y al lado el de “Wrighley Chewing Gum”, fijando en el centro uno grande que dice “Church of the Rotarian Christ (The biggest in the world)”, todos simbólicos del dominio comercial y hasta espiritual del colonialismo estadounidense. Después, con un extraño manejo, introduce el tubo de su bomba de inflar gomas entre las cañas del fondo y comienza a aparecer un rascacielos que crecerá hasta que la bomba explote, surgiendo así un nuevo elemento escenográfico en el escenario.
El Business man se dispone inmediatamente a filmar una película de ambiente hispanoamericano, en el que el marino yanqui y la “pin-up girl”, vestidos, respectivamente, con trajes de torero y mantón de Manila, ejecutan una bravía escena de amor “a la latina”, mientras los guajiros han sido provistos de panderetas para cumplir su misión de “extras”.
La filmación es interrumpida por la entrada de un grupo de negros, cargados de mazos de cogollos, al frente de los cuales viene el Illamba. Atraviesan la escena de un lado al otro interponiéndose entre la cámara y los personajes de la película, por lo que el Business man pone el grito en el cielo y prorrumpe en gestos y protestas airadas, a las que no le hacen el menor caso. El cortejo sigue su marcha hasta llegar al bohío del Illamba, quien arrancará los rótulos en inglés colocados sobre su puerta, y se aprestará para el comienzo del rito religioso.
Formado un círculo de oficiantes sentados en el suelo, la ceremonia comienza con la aparición del Diablito ñáñigo, que lleva un gallo negro en la mano y lo va pasando a todos por la espalda, mientras ejecuta una danza muy movida. Sigue con una serie de rituales, como el de regar pólvora alrededor del recipiente sagrado y hacerla prender al conjuro de la escoba amarga y el Palo de Macombo, continuando la danza sobre el fuego de la hoguera. Los negros comienzan a levantarse poco a poco y a incorporarse a la danza, tratando de acercarse al recipiente, lo que siempre impide el Diablito, que los golpea con el Palo de Macombo. Por fin, uno de los danzantes da un salto sobre el fuego, coge el recipiente y echa a correr perseguido por el Diablito en medio de los gritos de los bailadores.
El Business man, estupefacto en un principio, de pronto se prepara a filmar una nueva película con todo aquel ritual, para lo cual viste a la “pin-up girl” de odalisca oriental y al marino con un turbante y una cimitarra, ordenándoles que se mezclen con los negros para comenzar la filmación.
Pero el grupo religioso se opone a la entrada de los farsantes haciéndoles retroceder airadamente. Entonces el Business man, furioso, se acerca amenazadoramente al Illamba y le enseña sus credenciales en inglés. Pero como este se niega a aceptarlas, el primero destruye el altar a golpes y patadas, en un ataque de furor.
El grupo se precipita sobre él, pero todos quedan paralizados ante la aparición, en la puerta del bohío, de los Jimaguas, en forma de gigantesco anaquillé (ídolo o figura propia de los ritos africanos, que al extremo de un palo llevaban los negros bailadores en algunas danzas religiosas, según Fernando Ortiz) con dos muñecos negros de forma cilíndrica, ojos saltones muy blancos y sayal rojo, unidos por el cuello con una cuerda de varios metros. La escena ha tomado un aspecto fantasmagórico.
El Business man retrocede atemorizado, mientras los Jimaguas danzan pesadamente y llegan hasta él, situándose uno a cada lado. Ya en esta posición, con un rápido movimiento anudan la cuerda alrededor del cuello del Business man y tiran cada cual por su lado, estrangulándolo. En ese momento se oye la sirena del ingenio en un lento y lúgubre silbido. El ballet termina, ante el espanto del marino y la “pin-up girl”, y los brazos en alto de los negros en acción de gracias.
El milagro de Anaquillé (debiera ser “del”) posee un guión rico en posibilidades dramáticas, en material puro de danza y en personajes de carácter, así como un nudo conflictivo de hondo mensaje nacionalista en el simbólico acontecer de su trama y la mordiente sátira de sus motivaciones. Sin embargo, existe también una confusa exposición en cuanto a los elementos rituales y religiosos afrocubanos de la misma manera que en La rebambaramba. La divinidad de los Jimaguas propia de la religión lucumí, no tiene la más absoluta relación con el rito de los ñáñigos que aparece en el ballet, y, por lo tanto, es ilógica la protección de estas divinidades yorubas en una celebración abakuá.
Estos detalles, como ya se dijo en el caso de La rebambaramba, deberán ser subsanados a la luz de los actuales conocimientos en la materia y así podrá dársele una mayor lógica y veracidad a la fantasía del hecho escénico.
Además de esos dos grandes ballets, la música de Tres pequeños poemas interesó vivamente en una ocasión a Ted Shawn y Ruth St. Denis, precursores de la danza moderna norteamericana, al extremo de lograr contactos muy directos con el autor, aunque no llegó a realizarse el proyecto. La coreografía estaba basada en un pequeño libreto bastante abstracto alrededor de un ritual de figuras en éxtasis religioso primitivo.
Esta nueva visita a la obra de Roldán nos deja la convicción de que nuestra danza nacional posee pasos muy firmes en el aspecto musical y que estos abren un amplio camino por el que comenzar a transitar. Los cimientos del gran edificio fueron señalados por Amadeo Roldán, quien entregó a su música todos los elementos que habrán de alimentar en un futuro cercano la danza nacional; cubanía, universalidad y contemporaneidad.
Lunes de Revolución, Nº 23, 28 de septiembre de 1959
Tomado de: Ramiro Guerra. Siempre la danza, su paso breve… escritos acerca del arte danzario. Prólogo de Norge Espinosa Mendoza. Presentación y selección de Lissette Hernández García. Ediciones Alarcos, La Habana, 2010 [pp. 78-87]