La crónica “Misterios de la naturaleza venezolana” se publicó por primera vez el 21 de julio de 1951 en la columna “Letra y Solfa” del periódico El Nacional. Forma parte de un grupo de textos periodísticos relacionados en temas y motivos con la novela Los pasos perdidos (1953). Con su publicación en nuestro sitio celebramos el aniversario 65 de la edición príncipe de Los pasos…, e iniciamos, asimismo, la reproducción de algunos textos que muestran el nexo existente entre el periodismo y la literatura de Alejo Carpentier. En “Misterios de la naturaleza venezolana”, el escritor describe la singularidad y la belleza continental de América, en un cuadro capaz de conmover y satisfacer al lector de cualquier latitud o tiempo, señal inequívoca de su maestría escritural.
Misterios de la naturaleza venezolana
Por Alejo Carpentier
El Salto del Ángel se está situando ya entre las maravillas del mundo oficialmente reconocidas. Ignorada por los hombres de esta banda desde los días en que el Creador procediera a la separación de las aguas, la catarata caída del almenaje cimero del Auyán-Tepuy ha sido el objeto de múltiples reportajes, debiendo señalarse muy particularmente el estudio acompañado de magníficas fotografías en colores que publicó, hace algunos meses el Geographic Magazine de New York. Hace días, recibí la visita de un ruso, poseedor de un conuco al pie del Auyán-Tepuy, quien me sometió un plan perfectamente razonable de excursiones turísticas al Salto del Ángel. De ahí a la taguara con mirador, sinfonola y alquiler de trajes de baño, solo hay un paso. Adivinada por los Schomburgk en los grandes días del romanticismo, contemplada por vez primera desde el Roraima por Everard Irm Thurn, muy poco conocida hasta hace unos quince años, la Gran Sabana está dejando de ser la misteriosa región del planeta donde sir Arthur Conan Doyle situara la acción de su Mundo perdido.
Sin embargo, pueden consolarse los amantes de misterios geográficos. Venezuela está muy lejos de haber entregado sus más sorprendentes secretos. Mírese un mapa del país, trazando una línea imaginaria desde la confluencia del Paragua y del Caroní, hasta la altura de Yavita o Maroa en el territorio Amazonas –hacia la Pica de Pimichin, donde crecen los árboles más hermosos y altos que puedan contemplarse. Esa línea, que cortaría las cabeceras del Caura y las del Ventuari, atraviesa una enorme región montañosa y selvática, que es probablemente la menos explorada de todo el continente americano. Por lo poco que he podido conocer de sus linderos, puedo afirmar que está poblada de mesetas tan extraordinarias y diversas como las ya famosas de la Gran Sabana, encerrando paisajes de una grandiosa y salvaje belleza. Volando muy bajo hacia el alto Caura, hace cuatro años, asistí a una migración de venados rojos que corrían en manadas, como asustados por una misteriosa amenaza, entre gigantescos cilindros de roca negra, obra de la más desconcertante geometría telúrica. Muy lejos de ahí, a orillas del Orinoco, luego de haberse salvado el atajo del Cataniapo y haber seguido el rumbo hacia la boca del Vichada, se divisa la gigantesca meseta, del Sipapo, de cuyos flancos se desprenden varias cascadas muy semejantes, por el caudal y la altura de su caída, al Salto del Ángel. Y más arriba aún, empieza a divisarse la mole del Cerro del Autama, que yergue, a unos mil metros de altitud, su perfil fantástico de castillo medioeval, de catedral gótica con arbotantes y contrafuertes.
Recientemente, en una exposición organizada por el Museo de Ciencias Naturales, pudimos contemplar las admirables fotografías de ese cerro, tomadas desde el aire por Alfredo Boulton: vistas de cerca, esas montañas de cimas inaccesibles, horadadas por gigantescos túneles, resultaban más impresionantes todavía. Y eran tan solo los ujieres magníficos, los centinelas, de un mundo casi desconocido, donde la naturaleza ilustra una verdadera teratología de lo mineral, en medio de árboles que no tienen semejantes, en color y en forma.
Pero eso no es todo. En ese Mundo perdido, más emocionante que todos los mundos imaginados por Conan Doyle; en esa gigantesca zona, surcada por las picas de los indios maquiritares, hay muchos portentos por describir todavía. Solo quiero citar un ejemplo: el capitán Cardona, que se encuentra actualmente en la selva, con la expedición que va en busca de las fuentes del Orinoco, me declaró recientemente que la fama del Salto del Ángel habrá de ser de poca duración. Según él, en las cabeceras del Caura, existen por lo menos tres saltos, más altos y más caudalosos, que el que se desprende de lo alto del Auyán-Tepuy. Por lo tanto, es posible que “la catarata más alta del mundo” no tarde mucho en cambiar de lugar.
El Nacional, 21 de julio 1951