Por Graziella Pogolotti
Entre 1972 y 1974, Alejo Carpentier empezó a depositar su papelería en la Biblioteca Nacional José Martí. Algunas universidades de otros países habían manifestado su interés en adquirir su documentación literaria. Su voluntad expresa era que permanecieran en Cuba. Después de su fallecimiento, apareció la llamada “maleta perdida” en la que Toutouche, su madre, conservó documentos capitales relacionados con la vida y la obra del escritor. El valioso material quedó en la casa que ofreció refugio durante la ocupación alemana hasta que los propietarios, conscientes de la nombradía del escritor, los entregaron a la embajada de Cuba, así llegaron a manos de su viuda. Al morir Lilia, después de haber legado sus bienes a la Fundación Carpentier, aparecieron en la casa, preservados sin ordenamiento previo, una considerable papelería. Para facilitar el trabajo de los investigadores, se tomó la decisión de integrar en un solo fondo los testimonios de su vida y obra, fotos, registros musicales, información biográfica, así como manuscritos y mecanuscritos que constituyen fuentes inapreciables para un ejercicio de crítica genética, todo lo cual ha sido ordenado por los investigadores de la Fundación. Araceli García Carranza fue, desde el primer momento, la receptora de los papeles que iba entregando Carpentier. Desde entonces, devino su bibliógrafa.
Cuenta Araceli García Carranza que, cuando lo conoció, en ocasión de la primera entrega de documentos, Carpentier tenía una cicatriz al costado del cuello. Fue una pequeña operación, explicó. Con cierto sentido del humor, aclaró “dice el médico que en siete u ocho años el problema quedará resuelto”. Era exactamente el tiempo de vida que le quedaba. El cálculo se cumplió con precisión absoluta. El tema no se tocaba, aunque el escritor tuviera que internarse con cierta frecuencia para someterse a los tratamientos. La voz le fallaba. Su potencia de otrora se fue reduciendo a un susurro casi inaudible. Cuando le fue otorgado el Premio Cervantes, no estaba seguro de estar en capacidad de leer su discurso de agradecimiento. Lilia le sugirió la solución: “Eres músico”, le dijo. “Como los cantantes puedes sacar la voz del estómago”. En Alcalá de Henares, pronunció su pieza oratoria con voz propia. Más que nunca antes, el trabajo era refugio y consuelo, razón de ser de su vida. Su médico de cabecera le había asegurado que conservaría hasta el final su dignidad de hombre. Así fue.
Después del éxito logrado con El reino de este mundo, Carpentier sabía que no podía repetirse. En cada obra narrativa, tenía que plantarse el desafío de salir a explorar tierra virgen en la búsqueda interminable, por flotar en la imaginación de los hombres de El Dorado, encarnación de los temas recurrentes que nos acompañan. La noción de la vida y la muerte, de la vasija que nos resguarda la materia inasible de la felicidad, de los obstáculos que se interponen a la posibilidad de entender el mundo que nos rodea, clave esencial del vulgarizado concepto de lo real maravilloso. Para vencer la muerte anunciada, tenía que mantener activo su oficio de carpintero y ajustarse a la disciplina que se había convertido en su segunda naturaleza.
Desde este punto de vista, las novelas de Carpentier pueden agruparse en dos etapas y un epílogo. La primera trilogía transita a través de El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces. Imbricada con el misterio universal y duradero de los mitos, las interrogantes sobre la historia cobran intensidad creciente. La subversión del género consiste en renunciar a la reconstrucción verídica, sino en valorar el papel del hombre en procesos que lo sobrepasan y en dirimir su probable verdad esencial. En Los pasos…., el fundador de ciudades subraya lo ineludible de su nacimiento en la definición de regulaciones que subordinen la anarquía nómada a las exigencias de una sociedad organizada, según las leyes que rigen la supervivencia en la selva. En ella no tienen cabida dos polos antagónicos: el músico-narrador, imbuido de la formación adquirida en otra civilización, y el misionero portador de valores absolutos, que opta, con plena lucidez, por la inmolación en las condiciones más atroces.
La trilogía de los setenta cala más profundo en la subversión de la novela histórica. Persiste el cruce de miradas entre el acá y el allá, pero la visión crítica se refuerza por la presencia del amor. La política adquiere mayor relevancia como contexto y en tanto representación de fuerzas en pugna. Como nunca antes, la muerte, considerada en sus vísperas y como desenlace interviene en la estructura del texto.
Apremiado por su inminencia, el epílogo, La consagración de la primavera, contiene rasgos autobiográficos evidentes. Homenaje a la Revolución cubana del antiguo miembro del grupo minorista tantas veces defraudado, late en su entraña más profunda, la disyuntiva del intelectual ante el acontecer de la historia.
Poco sabemos de la frustrada “Verídica historia”. Logró esbozar apenas unos pocos capítulos. El asunto respondía a un compromiso contraído desde los días del minorismo, cuando muchos y, sobre todo su amigo José Antonio Fernández de Castro, sentían curiosidad y admiración por el cubano Pablo Lafargue, yerno de Marx, devenido teórico del marxismo y uno de los más destacados luchadores por la revolución social. De lo escrito en la bibliografía consultada puede deducirse que el autor concedía primacía a la construcción de un personaje envuelto en los avatares del gran acontecer.
(Continuará)
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