Por Graziella Pogolotti
Por más cartesianos que seamos –Carpentier no lo era– cada uno de nosotros es portador de pequeñas supersticiones, de premoniciones, y, por ello, observador inquieto de pequeñas señales de alerta. Para el autor de Los pasos perdidos, 1956 habría de ser un año afortunado. La novela que tanta angustia generara en su elaboración y en los toques decididos que le dieron término, había obtenido el premio al mejor libro extranjero publicado en Francia. Vuelta Europa a la normalidad de la posguerra, se presentaba la ocasión de emprender un regreso triunfal a París.
En aquellos apacibles años cincuenta, tiempo de reposos del guerrero aunque prosiguieran las guerras coloniales, la confrontación este-oeste mantenía una tensión permanente en el terreno de la ideología. En los Estados Unidos, las persecuciones implementadas a causa del conflicto se conocieron con el nombre de su más espectacular promotor, el senador Joseph McCarthy. Se desataron manifestaciones de macartismo que tienden a resurgir en tiempos de crisis. Sabido es que, siguiendo una línea de conducta trazada por la derecha de tónica fascista, los escritores y artistas, así como los intelectuales en sentido más lato del término, son objetivos primordiales en contextos políticos de esta naturaleza.
En tan lamentable etapa, la represión se concentró en personalidades asociadas al mundo del cine. Charles Chaplin trasladó su residencia a Europa. Muchos otros pudieron escapar a la dramática disyuntiva entre condena y delación fundando en Cuernavaca un singular refugio del espíritu. En ese clima, Arthur Miller escribió Las brujas de Salem, evocando metafóricamente el fundamentalismo de los peregrinos que iniciaron la colonización de los Estados Unidos. Para definir los grados de culpabilidad de los supuestos difusores de la causa comunista se elaboró un léxico muy singular que albergaba a fellow travelers –compañeros de viaje– filocomunistas y criptocomunistas.
Desde su primera juventud, cuando se vinculó al grupo minorista, Carpentier sostuvo, en lo político, una inclaudicable posición de izquierda, aunque nunca se afiliara a partido político de cualquier signo. No rehuyó tampoco lo que más tarde se conocería como compromiso del intelectual, concepto sartreano compartido por Carpentier. Involucrado por Machado en la fraudulenta causa comunista, sufrió cárcel. Ante el pronunciamiento de Francisco Franco contra la República Española, se involucró de lleno en la defensa de un gobierno surgido directamente de la elección popular, vale decir, de esa España profunda, siempre hostigada por los requetés. Al estallar la Segunda guerra mundial dedicó una significativa labor periodística –recogida en el volumen titulado El ocaso de Europa– a combatir los crímenes de Hitler y Mussolini.
Paradójicamente, la solidaridad con la causa de la España democrática colocó a Carpentier, como a muchos otros intelectuales, en la lista de sospechosos por su vecindad con el ideal comunista. A la hora de solicitar un visado para transitar por los Estados Unidos en el trayecto hacia otros países, debía padecer demoras atribuidas a distintos pretextos hasta obtener, al cabo una respuesta negativa. De acuerdo con su esposa, Lilia, que habría de acompañarlo, tomó la decisión de emprender vuelo directo hasta París en un avión de Air France. En esta ocasión, el azar concurrente le ofreció un hermoso regalo. Un percance en las hélices impuso a los viajeros la estancia forzosa en Guadalupe. Poco podía ofrecer la pequeña isla del Caribe a quienes se impacientaban por llegar a París, donde los esperaban honores, antiguos amigos y el reencuentro con una ciudad donde transcurrió buena parte de su aprendizaje vital y pasó de la juventud a la primera madurez. En un cafetín de Guadalupe, Carpentier intentaba matar el aburrimiento y conjurar la sensación de tiempo irremediablemente perdido. Trabó conversación con el propietario que, en sitio donde la escasa clientela no resultaba demasiado agobiante, cultivaba algunas prácticas de historiador aficionado. Encantado de encontrar interlocutor interesado en sus investigaciones, desplegó ante el asombro del escritor, algunos pormenores del relato de lo ocurrido en Guadalupe durante la Revolución Francesa. De esa narración todavía incompleta, emergió Victor Hughes, un personaje olvidado, oculto tras los protagonistas de uno de los acontecimientos dominantes de la historia moderna. Carpentier acababa de tropezar con la pieza que daría un vuelco definitivo a su novela en proceso, El siglo de las luces.
Al cabo de tantos años de laboreo sistemático y riguroso, París le ofrecía las recompensas propias de todo gran éxito literario. Lo había conquistado y debió disfrutar los honores merecidos por escritores de su altura, aunque para muchos el sabor del triunfo no llega en vida. La casa Gallimard, que todavía marcaba las pautas del reconocimiento internacional, le abrió las puertas de manera irrestricta. En contrato leonino, el escritor comprometió las primicias de su narrativa futura con la firma que había dado albergue a la prestigiosa NRG. En aquel entonces, cuando el gran negocio del libro y las vías jurídicas para la protección del derecho de autor no habían alcanzado la dimensión actual, para un escritor, llegado de un universo latinoamericano periférico, importaba sobre todo garantizar la publicación de su obra y mantener el acceso a un mercado estable.
En el plano más íntimo, Carpentier debió disfrutar el reencuentro con amigos de otrora. Víctima de la enfermedad contraída en las terribles condiciones del campo de concentración, Robert Desnos había fallecido. Roger Caillois, Raymond Queneau y Michel Leiris habían proseguida una carrera profesional con logros palpables. También estaba ahí, renacido después de años de penurias, incólumes sus grandes monumentos, un París que comenzaba a convertirse en espectáculo para turistas. No abundan los comentarios de Carpentier sobre sus impresiones al volver a una ciudad donde había permanecido a lo largo de todo un decenio. Algo puede deducirse, sin embargo, a través de los toques autobiográficos que salpican La consagración de la primavera. En este caso, podemos escuchar la voz de Vera, personaje que, en esos mismos años, se traslada a París con el propósito de conseguir apoyo para el montaje de su ballet. Algunas cosas, apenas detalles de la vida cotidiana, perduraban inconmovibles. Así ocurre con un modesto restorán de otrora. El ambiente, los encargados del servicio, el sabor de las comidas siguen siendo los mismos. Pero, algo esencial ha cambiado, Pasaron los tiempos heroicos de la vanguardia menesterosa. Cautivados por los bienes materiales, bajo la ocupación alemana, algunos se volvieron colaboracionistas. Para un escritor obsesionado por la tradición fáustica, se dejaron seducir por el demonio. Cayeron sin redención posible. Para Carpentier, de todos modos, ese mundo ya no le pertenece, aunque permanezca atento a sus avatares como observador atento y experimentado. Su destino todo, el de su vida y el de su obra, ha arraigado en este lado del Atlántico, en la tierra firme y en el archipiélago que circunda el Mediterráneo Caribeño.
Continuará.
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