Por Graziella Pogolotti
Traducido al francés, Los pasos perdidos obtuvo en 1956 el premio al mejor libro extranjero. Se consolidaba así el éxito alcanzado con la publicación de El reino de este mundo en esa lengua dos años antes. La narrativa latinoamericana se presentaba con voz propia en el gran mercado europeo y, con ese respaldo, regresaría a las tierras que le dieron origen. Al cabo de muchos tanteos, el autor se había hecho de un oficio liberado definitivamente de los lastres de una tradición localista y decimonónica. Entraba en la modernidad con el dominio de un lenguaje forjado, a través del constante diálogo con la página en blanco, para revelar las particularidades de un universo telúrico aún inexplorado y, a la vez, en ese viaje a través del tiempo y del espacio, configurar rasgos esenciales de la condición humana. El rescate de los mitos mostraba la persistencia de lo universal. A Sísifo y Odiseo se unía la evocación, en distintos contextos, de un arca de Noé, refugio de un muestrario de especies destinadas a sobrevivir al diluvio universal. El reino y Los pasos resultaban respuestas concretas en el plano de la creación, a las interrogantes formuladas en términos teóricos y, todavía algo abstractos, en el ensayo titulado Tristán e Isolda en Tierra Firme.
En el caso de Carpentier, la labor del ensayista acompaña el trabajo del novelista. Ofrece testimonio de las preocupaciones que lo asedian y, en ocasiones, la mirada retrospectiva deriva conclusiones de la tarea realizada. Pero las soluciones emergen del proceso de creación artística.
Los relatos escritos entre los cuarenta y los cincuenta del pasado siglo iluminan el clima espiritual que animó la angustiosa escritura de Los pasos perdidos. De raigambre popular, el arte, oficio de tinieblas, tiene función liberadora, franquea los límites de la muerte para el ser humano, consciente de la naturaleza efímera de su existencia. En el marco reducido de la biografía individual, el Viaje a la semilla propone la reversibilidad del tiempo. Los episodios de Semejante a la noche aparentan mostrar, ante el llamado de la ambición y la guerra, la regularidad de un mismo devenir de épocas diferentes. Vistos con cuidado, son similares, nunca idénticos. A pesar del condicionamiento impuesto por las circunstancias, la decisión de marchar a la aventura responde a ilusorios espejismos sembrados en el comportamiento humano. Reducida su existencia al lapso de ejecución de la Eroica de Beethoven, el protagonista de El acoso intenta en vano escapar al destino prefijado por sus perseguidores. Al cabo, será ajusticiado. El lector atento lo sabe desde el primer momento. La muerte anunciada no es la consecuencia de una perspectiva filosófica trascendentalista. Es el resultado de una decisión personal violatoria de principios éticos fundamentales, tanto en lo político, por delatar a sus compañeros, como en el abandono oportunista de su vocación de arquitecto, por su incapacidad de discernir entre los caminos que se bifurcan, entre la moneda falsa y la auténtica que le hubiera ofrecido la posibilidad de salvación.
Había llegado el momento de afrontar los grandes dilemas de la historia. Estaba a punto de tropezar con Víctor Hughes.
(Continuará)
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