Por Graziella Pogolotti
En carta escrita a Jorge Mañach, entonces ministro en el gobierno de Mendieta, Carpentier lo recriminaba en razón del envío a Europa de supuestos becarios que disfrutaban de verdaderas prebendas para disfrutar de los placeres que ofrecía la capital francesa. En cambio, la miseria acosaba a los artistas entregados a la creación de una obra. También el escritor cubano era víctima del desamparo oficial. Tenía que desempeñarse en numerosos oficios para asegurar lo indispensable para subsistir. Padecía ya el apremio, que lo acompañaría durante muchos años, de disponer del tiempo requerido para dar forma a los proyectos que ansiaba realizar.
Aunque en la práctica constituyera un ejercicio marginal, la etapa parisina dejó huellas de un proceso en gestación. La conclusión de ¡Écue-Yamba-Ó! y la redacción de sus “Historias de lunas” parecían cerrar un capítulo. Aparejado al desarrollo de su pensamiento musical, nunca separado de sus reflexiones en el campo literario, el escritor se encontraba ante la disyuntiva de proseguir por la vía de la afirmación nacionalista, so pena de caer en el localismo, y la tentación de asumir los lenguajes de la vanguardia. Estaba en germen el dilema, formulado en términos teóricos mucho más tarde, instalado ya en Caracas, en Tristán e Isolda en tierra firme, entre lo local y lo universal.
A esa etapa corresponden dos textos narrativos publicados en antologías. Poco afortunados en su realización, “El estudiante” y “El milagro del ascensor”, revelan los tanteos en el entorno de la vanguardia y apuntan algunas de sus obsesiones recurrentes, reconocibles en sus obras mayores. En efecto, en “El milagro del ascensor” aparece la célula germinal de su visión ética de una modernidad depredadora y de su temprano andar a contracorriente respecto al culto desmedido por el progreso, legado positivista que mucho demoró en superarse.
La falta de tiempo para la reflexión y el escribir pausado persiguió a Carpentier hasta la vuelta de los cincuenta del pasado siglo, cuando, instalado en la capital venezolana, con los beneficios de un buen salario, logró establecer una disciplina rígida para el desempeño del oficio cotidiano ante la página en blanco.
Sin embargo, aunque el ahogo del tiempo operara como pesada carga, le faltaba mucho camino por andar. Los artículos del adolescente revelan que ya entonces había trasegado por archivos y bibliotecas en busca de información sobre Cuba. Las indagaciones acerca de la tradición folklórica junto a Caturla y Roldán enriquecieron ese primer aprendizaje. Aún así, quedaban muchas lagunas por cubrir en espera de su regreso a la Isla.
Los documentos literarios de la etapa parisina reguardados en la Fundación revelan un conflicto de mayor alcance. Aunque asumiera una actitud crítica al respecto, el escritor no había podido liberarse de las ataduras del costumbrismo. Recupera el personaje de Papá Montero, esboza en pocas páginas el proyecto narrativo de “El castillo de Campana Salomón” situado en un entorno francés. Los personajes están poco delineados. Los pasajes descriptivos carecen de funcionalidad. En un almacén de restos arquitectónicos desechables, parece manifestarse el sinsentido de la existencia, asomo de una reflexión filosófica mal definida. En distintos conceptos epocales, la literatura tiene como fuente nutricia los temas trascendentales que acompañan al ser humano desde que toma conciencia de su condición efímera. Es el hilo conductor que anima el trasfondo de En busca del tiempo perdido y de La montaña mágica, libros que Carpentier siempre admiró. Después de su regreso a Cuba, el narrador iría descubriendo poco a poco su visión personal de esas claves esenciales.
(Continuará)
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