Por Graziella Pogolotti
Durante sus años europeos, Carpentier se impregnó de una experiencia literaria atestiguada no solo por los números de la revista Imán que llegó a preparar, sino también por las numerosas referencias que nutrieron su período anterior, en los artículos de El Nacional de Caracas. Reconocido por cuantos se han ocupado de su obra, es el encuentro inicial con el surrealismo. Conoció a fondo los autores agrupados en el entorno del movimiento. No desdeñó, sin embargo, a aquellos pertenecientes a una generación anterior, algunos de los cuales fueron ásperamente criticados por los seguidores de André Breton. Un ensayo sobre Marcel Proust muestra una mirada aguda, afincada en un conocimiento profundo de En busca del tiempo perdido. El estudio acucioso de la narrativa de Carpentier devela frecuentes homenajes implícitos a ese gigante renovador de la escritura, tal como ocurre, por ejemplo, en El recurso del método. Por otra parte, entre los consagrados que recibieron por ello el repudio del surrealismo radical, la lectura atenta de Paul Valéry se manifiesta en los textos carpenterianos sobre la danza y en la cita del “Cementerio marino” presente en La consagración de la primavera. Denostado por el hedonismo y la egolatría evidentes en la infinita sucesión de sus Diarios, André Gide había dejado también alguna huella. Al igual que muchos contemporáneos suyos, lectores de Nietzsche, Carpentier debió recibir el impacto de Los alimentos terrestres. No se le escapó la experimentación narrativa en Los falsos monederos. En Los pasos perdidos, la mención a la “puerta estrecha” que conduce al espacio selvático del cuarto día de la creación, se evoca la Biblia, pero recuerda también la novela de Gide con título y origen similar. Entre la generación de escritores nacidos alrededor de los setenta del siglo XIX, por su pacata ortodoxia católica, Paul Claudel fue quizás el que recibió repudio mayor. Carpentier, sin embargo, no ocultó su admiración por el vuelo trascendentalista del dramaturgo. Prestó atención a los mejores poetas de la época y, al final de su vida, escribió un admirable texto sobre Saint-John Perse. Jacques Prévert fue su amigo de siempre.
Desde los días de la Revista de Avance, los jóvenes intelectuales que integraron el cuerpo editorial de la publicación, coincidieron con sus coetáneos de la generación española del 27, en el homenaje al más barroco Luis de Góngora. Ese contacto con la literatura española, estimulado por la presencia en Cuba de Luis Araquistáin, prosiguió en Europa. Alejo Carpentier había sido ferviente lector de Unamuno, de Pío Baroja y de Antonio Machado. Tuvo cercanía con Lorca, con Rafael Alberti y María Teresa León. Contribuyó a divulgar la obra de Miguel Hernández.
Carpentier siempre había considerado América como una asignatura pendiente. La estancia en París le ofreció la oportunidad de registrar archivos y bibliotecas donde acopió la información indispensable para apuntalar el gran relato, desde el Inca Garcilaso, los cronistas de Indias, las guerras de independencia y los convulsos años de las repúblicas recién estrenadas. En la capital francesa, además, anudó los contactos con Miguel Ángel Asturias, ese indio maya, con Uslar Pietri, con César Vallejo. En la voz de cada uno de ellos escuchó las narrativas de sus vivencias personales enmarcadas en el drama de sus países respectivos, sometidos al arbitrio de dictadores de variado perfil, brutales todos, aunque algunos más ilustrados que otros. Pero, después de haber publicado ¡Écue-Yamba-Ó!, le apremiaba la necesidad de escribir.
(Continuará)
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