Por Graziella Pogolotti
Al hacerse pública, difundida por el poeta Gastón Baquero, la noticia del nacimiento de Carpentier, muchos especialistas se han interrogado acerca de la identidad del escritor, empeñado siempre en subrayar su condición de habanero y, para más precisión, originario de la calle Maloja. Con toda seguridad, el nombre del lugar estimulaba su fantasía. Desde el punto de vista práctico, ostentar un pasaporte suizo le hubiera ofrecido muchas ventajas. Ese documento, respaldado por un país que se define desde hace mucho tiempo por su política de neutralidad, ofrece refugio y permite atravesar fronteras en las circunstancias bélicas más complejas.
El sentido de pertenencia, el arraigo en una cultura y el compromiso con el destino de una nación responden, con mucha frecuencia, a una elección más que al hecho coyuntural de haber nacido en un país determinado. Muchos escritores cubanos procedían de otras partes. Domingo del Monte tenía origen venezolano. Heredia nació por casualidad en Santiago de Cuba, durante la travesía de sus padres hacia Santo Domingo. Vivió pocos años en la isla, pero se comprometió con ella hasta padecer la miseria de un prolongado exilio. En fecha más cercana, Cintio Vitier procedía de la Florida y Fayad Jamís, de México. Lino Novas Calvo y Carlos Montenegro vinieron de España.
Mi experiencia personal tiene rasgos similares. Nací en París y mis siete primeros años transcurrieron en Italia, donde aprendí a leer, fui a la escuela, anudé mis primeras amistades y conservé vínculos familiares de profundo afecto. Llegué a La Habana sin saber español. Me fui dejando arrastrar por el vivir cotidiano, por la presencia del mar y el olor a salitre. Al llegar a la mayoría de edad, supe que estaba en mi tierra de elección, el sitio donde habría de cumplir mi tarea, aunque no borré del todo el recuerdo de las ciudades atravesadas por ríos, el Po en Turín, el Sena en París.
Hacer la América era una expresión frecuente entre los buscadores de fortuna de antaño. En otro sentido, en nuestra América queda mucho por hacer. No han concluido los tiempos de fundación. Hurgando en los textos confesionales de Carpentier y en los datos autobiográficos que pueden descubrirse en su narrativa, pueden formularse algunas hipótesis sobre las razones de su arraigo. Son testimonios fugaces de un proceso que dimana de la razón y de factores que subyacen en el inconsciente. La infancia solitaria, sujeta a la pesadilla de un asma asociada a la imagen del crucificado, evocada de manera obsesiva desde “El clan disperso” hasta El siglo de las luces, no parece haber dejado huellas más allá del encuentro con el campo cubano. La abrupta entrada en la vida a partir del abandono del padre definió su vocación, dio paso al descubrimiento de la realidad profunda de una cultura popular, concretó en la experiencia vital el saber libresco acumulado en años de soledad. Lo introdujo en los códigos de la vanguardia y en los avatares de la política.
Conoció la amistad cómplice en el quehacer compartido. Se inició en la creación tanto en los trabajos emprendidos junto a Roldán y Caturla como en el primer esbozo de ¡Écue-Yamba-Ó! Afrontó el desafío de conciliar vanguardia con la revelación de un universo desconocido. Se hizo hombre. Escritas desde París, las Cartas a Toutouche revelan la impaciencia por conocer los ecos de su obra en el entorno cultural habanero Hijo de desarraigados, Carpentier había encontrado una tierra donde fundar y construir.
(Continuará)
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