Por: Guillermo Arango
La última novela escrita por Carpentier El arpa y la sombra, de 1979, es una narración cargada de gracia y desenvoltura como su previa novela, La consagración de la primavera, publicada el año anterior, lo estuvo de gravedad y complejo abarrocamiento. No que el autor haya trazado con ligereza un argumento frívolo, sino que ha hecho girar su óptica y su frase, sus vocablos y su pensamiento dentro de un juego festivo, de una irrespetuosidad que busca la diversión del lector no sin rozar temas serios y aun espinosos.
Estos temas —una constante en la obra total del escritor— se refieren a América. Y nada menos que al nacimiento o descubrimiento de las Indias, girando en torno a personaje tan enigmático y propicio a la novelería como lo es el Almirante de la Mar Océana, aquel bravo varón del cabello bermejo que se llamó, o así nos lo parece, Cristóbal Colón. Se rebusca una vez más el pasado, se indaga el hecho histórico, para proyectarse en el tiempo. No obstante, hay una mezcla de datos reales con otros superpuestos que no va por los derroteros de la novela histórica tradicional, sino más bien por la línea de la creación personal.
Así surgen ante nuestros ojos de lectores como surgieron ante los ojos maravillados del genovés y sus marinos las playas verdeantes de las Antillas y aquellos indígenas que al Almirante le parecieron o así nos lo quiso hacer creer, hombres y mujeres bellos e inocentes, promesa de una edad dorada en el doble sentido de recordar tiempos antiguos y anunciar riquezas materiales para los venideros. En esta ocasión, Carpentier, sigue el precepto de Proust de que el único y verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar paisajes, sino en mirar con nuevos ojos
La bibliografía colombina existente es capaz de llenar fornidas estanterías, pero dejando detrás las monografías documentales y las disquisiciones a veces enconadas si nació o no nació, si fue pirata o no lo fue, si llegó a Lisboa cuando señaló, a qué se aludía cuando dijo tal o cual cosa, a qué se refería cuando presumía de haber existido otros almirantes en su familia, o si en definitiva sus huesos están en la catedral de Sevilla o en Santo Domingo o en La Habana, o si fueron arrastrados por una riada que anegó la cripta del monasterio de las Cuevas en la ciudad andaluza. No hay duda de que ha interesado al novelista la figura a un tiempo humana y singular del Descubridor tal como surge de sus propios textos, del padre Las Casas, y de interpretadores anteriores como Lamartine, Victor Hugo, Julio Verne y Leon Bloy, quienes salen del mundo de las sombras para testimoniar en un juicio cargado de gravedad e importancia.
Novelesco como un ente de ficción en la fantasía de su vida auténtica, es el que se presta a visiones como la de este “divertimento”. No hay que forzar la verdad histórica para que su biografía se aproxime a la novela, y sea verdadera novela. Así lo entendió Blasco Ibáñez cuando se las arregló para introducir episodios amorosos en un relato sin torcer la verosimilitud en aquel En busca del Gran Khan. Más si Carpentier ha buscado un género literario en que insertar la vida de su personaje, no ha sido la novela como a primera mirada nos parece, sino otro de más reciente venida al mundo, aunque sus raíces arranquen de lo más áureo de nuestra historia: el esperpento.
Género o cristal para mirar que se reveló eficaz, para comprender la historia en el valleinclanesco Ruedo Ibérico con su palaciego y folclórico siglo XIX. Episodio totalmente esperpéntico aquel que enlaza las postrimerías del XIX con los fastos gloriosos del Descubrimiento. Emparejamiento que constituye el motivo central y la base arquitectónica del relato de Carpentier.
El episodio es este: en dos ocasiones, bajo los papas Pío IX y León XIII llevaron al tribunal de la Sacra Congregación de Ritos la postulación del navegante como hombre excepcional, capaz por su vida y sus hechos de ser llevado a los altares.
La cuestión es rigurosamente histórica. Existió tal idea y la apoyaron entre los intelectuales el ardoroso y paradójico León Bloy y el desmesurado Conde Roselly de Lorgues que en varios libros exaltó la figura del “servidor de Dios” y denostó a cuantos trataron de replicar a sus enfervorizadas teorías.
Las razones en que se apoyaba la propuesta era la apertura de un nuevo mundo al Verbo de la evangelización y el rito del Bautismo. Colón había sido un enviado de Dios para la salvación de millones de almas. Y partiendo de este prisma se veían todos sus actos como marcados por la mano de un Predestinado, del hombre providencial, como un segundo Jesucristo.
El expediente no prosperó. Surgía como barrera el amancebamiento con la cordobesa Beatriz de Arana, aquel hijo que escribiera la vida de su padre, Fernando, la malhadada idea de hacer esclavos a los indios y mandarlos a ser vendidos en la feria de ganados. También hechos menores como la incumplida promesa de premiar al primer descubridor que diera la voz de “tierra”. Y hasta su carácter violento, soberbio, amigo de justicias expeditivas, malicioso y desconfiado. No creo que esto surgiera en el proceso, pero sí en el que reconstruye Carpentier con más intención de farsa que de restauración histórica, aludiendo en aislados y rápidos toques a la condición judaica de Don Cristóbal que siempre enturbió las aguas de sus linajes y sus andanzas moceriles.
El arpa y la sombra está dividido en tres partes y en la primera titulada “arpa”, el instrumento que hará la maravilla, Carpentier no nos deja ver claramente cuál es su juego al comenzar la narración. Entramos con gusto en esa evocación de ambientes bien situados en sus coordenadas de espacio y tiempo que el autor ha venido perfeccionando desde El reino de este mundo. Quizá pueda decirse en esta ocasión que con un poco menos de abarrocamiento. Pío IX es su protagonista. Y también la tierra americana que rechaza los planes de un sacerdote en misión apostólica a Chile, que será futuro pontífice. Colón y su proceso son un proyecto cristalizado en los folios de un legajo: «Hacer un santo de Cristóbal Colón era una necesidad, por muchísimos motivos, tanto en el terreno de la fe como en el mismo terreno político» (19). Es como abrir el abanico de los hechos con su doble país de la América grandiosa y pintoresca, en bellas páginas útiles para una antología de la prosa carpenteriana.
La segunda parte titulada “la mano”, la más extensa, es la versión de los hechos, la realización, el contraste con lo que en lejanos días ocurriera frente a la monolítica biografía panegírica del historiador entusiasmado por su propia elucubración, el encargo papal y su participación en hacer santo al personaje.
En esta segunda parte, expresada en primera persona, es el propio Cristóbal Colón quien nos habla en espera de un confesor. Es el deshilvanar de toda una vida a la hora próxima al último suspiro: «Y habrá que decirlo todo. Todo pero todo. Entregarme en palabra y decir mucho más de lo que quisiera decir» (49). El estilo en estas páginas se hace más llano y se desliza en altibajos de epopeya y picardía. Aquí es donde están los cristales en que la desenvoltura y lo esperpéntico acuden juntos a informar de unas verdades que no se quieren decir en serio. No sorprende la palabra procaz, las irreverencias, el taco de hoy inserto en un lenguaje con cierto tinte arcaizante. Es el juego irónico, humorista, forjado voluntariamente para suministrarnos la estampa poco piadosa del propio Colón. El juego se trasluce cuando encontramos versos de García Lorca —nada menos que de “La casada infiel” (78)— introducidos en el fluir de la conciencia del moribundo. El mismo juego que en otro terreno, el de la creación argumental, nos revela los secretos y sensuales amores del futuro almirante con Columba, que es como él llamaba a la Reina Católica.
La tercera parte, “la sombra”, reúne de algún modo las dos anteriores en una reconstrucción grotesca del proceso de canonización con su desfile de testigos y su abogado del diablo, bajo la presencia invisible del Gran Almirante. El estilo se acerca más al de la farsa. Hay todo un afán caricaturesco en la presentación de los personajes. El edificio elaborado por el historiador francés, Conde Roselly de Lorgues, y firmado por centenares de obispos no es más que un castillo de naipes que se derrumba bajo los vientos que le sopla la parte contraria. El invisible Colón, sentado en la plaza de San Pedro, revuelve su disgusto como un opositor al que han suspendido, antes de desvanecerse para siempre.
Ha concluido la farsa. Ha vencido el hombre sobre las mitificaciones apologéticas. El invisible Colón que había acogido con gusto su ascenso al Santoral ha sido vencido por su propia vida tan dada a las cosas del cuerpo. También por los indios que descubriera, aquellos indios de color quebrado que andaban desnudos y trajo a vender a las ferias. Por ellos no recibiría oraciones. Por ellos y por Beatriz, por el pequeño Fernando y por otras cosas nunca sabidas de las que Carpentier nos revela un poco el secreto, con un guiño jocoso que nos enturbia la verdad con la mentira.
Por otro lado el estilo de Carpentier, trabajado con una sabia maestría, sigue siendo el mismo: los largos párrafos, que en ciertas ocasiones llenan varias páginas, con palabras que a veces se proyectan, unidas, para matizar mejor la frase. Así, por ejemplo, al definir los recuerdos del marino escribe:
«Pienso en esos navegantes extraviados entre témpanos y brumas, con
sus naves fantasmales señoreadas por una cabeza de drago, viendo surgir
montañas verdes sobre el desdibujado de sus horizontes inciertos,
topándose con troncos flotantes, olfateando brisas cargadas de efluvios
nuevos, pescando hojas de forma distintas a las conocidas, mandrágoras
viajeras, criadas en ensenadas nunca vistas; veo esos hombres de la niebla,
apenas hombres en el difumino de la niebla, interrogando el sabor de las
corrientes, probando el punto de sal de las espumas, descifrando el idioma
de las olas, atentos al vuelo de aves inesperadas, al paso de un cardumen,
a la deriva de las algas. (67)
O este párrafo todo subrayado de evocación lírica:
«Y regresaba a mi nave en bote que lentamente pasaba sobre bancos
de coral que, bajo el cambiante sol de aquí, se me hacían un espejismo
inmerso, donde todo parecía otra cosa, y podía creerse, viendo tales
juegos de colores, que en ellos entraban los destellos mágicos de la
esmeralda y el adamas, del astrión y el crisopacio de las Indias, de la
selenita de Persia, y hasta el lincurio que, como es sabido, nace de la
orina del lince, y la dragontita que se extrae del cerebro del dragón.»
(110-111)
A semejanzas de otros textos, las citas literarias, los diálogos, como es costumbre en Carpentier, van metidos en la masa de la narración, todo apretado, fundido, ajustado a un amplio aliento evocador.
No sabemos ciertamente acerca del origen y los motivos de la creación de este libro, pero podríamos asumir que uno de ellos —entre otros textos— fue Paul Claudel y su Libro de Cristóbal Colón, quienes provocaron, por reacción, con su ñoño ensalzamiento de virtudes católicas en la interpretación del personaje, este retablillo esperpéntico, regocijado, burlesco y paródico, que hace saltar la prosa con los trallazos del mal hablar. Si la historia no fue así, bien pudo haber sido. Tal vez debemos de advertir que hay que considerar esta invención de Carpentier como una “variación” musical al lado de grandes composiciones, como El acoso o La Consagración de la primavera.
BIBLIOGRAFÍA
Carpentier, Alejo, El arpa y la sombra. Madrid: Alianza Editorial, S.A., 1998. Impreso. Inedito (1981)
Tomado de Agencia Ballcells